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ROLANDO PÉREZ
BETANCOURT
Ni
máquinas de escribir ni linotipos. Tampoco las emanaciones de plomo y
tinta ganando las escaleras desde los talleres para instalarse como
una sutil opresión en la garganta.
La rotativa en la que se
encajaban las fundiciones de pesadas planchas sí, pero enmudecida y
tiesa como el esqueleto de un dinosaurio, debido a que la denominada
"era del plomo", aunque no tan distante, parece algo
inconcebible desde estas alturas del desarrollo tecnológico.
¡Computadoras! ¿Quién
lo iba a decir?
(¿Existió realmente el
muchacho que cada madrugada, componedor en mano, letra a letra, armaba
los títulos que a la mañana siguiente cobrarían vida en el papel
gaceta, o fue aquel muchacho un sueño trastocado en el tiempo?)
Los espejos del edificio
que nos acoge sí siguen siendo los mismos.
Pero no por resultar
viejos conocidos suavizan la imagen actual, o permiten, en días de
fiesta, como ahora, recapturar por un instante la fogosidad juvenil de
los primeros asomos.
Se cumplen 40 años desde
aquel número inicial, noche-madrugada llena de agitaciones y
euforias. El viejo Horacio —que ya no está— dándole los retoques
finales al logotipo de Granma que en cuatro décadas nos ha
acompañado; Angelito Sarría —que ya no está— moviendo su
chaveta sobre las líneas de plomo que al otro día darían a conocer,
junto a otras informaciones gran revuelo, la llegada de un nuevo
periódico.
Como
inscripción de nacimiento, quedan el 3 de octubre de 1965 y las seis
letras de la embarcación victoriosa. Como composición humana del
floreciente mensajero —esa sangre y nervios —, trabajadores
procedentes de los periódicos Hoy y Revolución.
De Hoy provenía. Un día
de 1963, tras casi tres años de trabajar en aquel mundo fascinante
que era la imprenta, y al cual había entrado a los 15 años de edad,
subí, entre tímido y dispuesto, las escaleras que llevaban al
despacho del Director y le dije que quería ser periodista. De aquel
encuentro con Blas Roca recuerdo el asentimiento comprensivo y de
inmediato una pregunta que dejaba traslucir su preocupación: ¿Hasta
qué grado había cursado la escuela el joven embarrado de tinta que
tenía delante? "¡Octavo grado, Blas, tengo un octavo
grado!", le respondí como si atesorara tres títulos
universitarios en el bolsillo.
—Para comenzar es algo
— imposible olvidar aquel salvoconducto que además de abrirme
puertas me llenaba de himnos la cabeza—, pero si no estudias, ya
verás en qué se te convierten los sueños.
Hago
referencia a lo anterior no para recordar precisamente que cuando Granma
se funda trabajaba ya como diseñador (formatista, se decía
entonces) y escribía de deportes y de cuánto se presentara, sino
para dar fe de un sueño recurrente con la misma edad de mi periódico
y que en algunas noches me sorprende. En él, Genaro, el primer
regente del taller, tan noble como terco, sube a la redacción de Granma
donde redacto a máquina, me toma por un brazo, me acusa de haber
abandonado a la clase obrera, me secretea que le falta un cajista y
comienza a empujarme al tiempo que me pide, por última vez, "le
tire una manito".
"¡No tengo chavetas,
Genaro!", me defiendo. Pero como todas las veces, voy a terminar
en la imprenta "vestido de limpio", frente a una rama de
acero y ajustando líneas del linotipo, algunas de ellas con
materiales redactados por mí mismo horas antes.

Quizá sea por ese sueño,
u otros misterios que ya a esta altura de la vida no trato de
explicarme, que cuando alguien pregunta qué es lo que más extraño
en estos 40 años de Granma, no vacilo en responderle que la
imprenta.
Para los que han estado
desde aquella primera vez en Granma, y por igual para los que
luego vinieron, abrir una de las aproximadamente 14 000 ediciones
realizadas —al azar la fecha—, es asomarse no solo al pulso del
país y del mundo, sino también trasponer una urdimbre de evocaciones
internas: amigos, planes, amores, circunstancias, alegrías (y menos
alegrías), encuentros y desencuentros.
Y una sustancia de la que
la letra de imprenta no puede dar fe y que es preciso atestiguar a los
oídos de los lectores, y de las nuevas generaciones y caras que a Granma
han ido llegando y llegan: en mañanas, tardes, noches y
madrugadas, esas 24 horas imprescindibles en cualquier diario, sobran
nombres de hombres y mujeres que no vacilaron, (ni vacilan) en
entregarlo todo en aras de un tratar de hacerlo mejor (nunca
alcanzado) y de garantizar una continuidad que nos supere.
Cuarenta años y una
honrade pertenencia frente a la cual —y evocando la noche-madrugada
del 65— poco importan las marcas personales que, al rápido paso,
puedan recordar los espejos de aquellos primeros tiempos.
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