Fogosa,
jaranera, cubana hasta la medula, así es Mireya Rodríguez, de quien no
podríamos nunca hablar en pasado, pues aunque ya no esté, la historia que
escribió en el deporte revolucionario cubano la catapultó para la
eternidad.
Consternados hemos recibido aquí la noticia de su muerte en
La Habana. Justamente en esta tierra brasileña ella marcó un hito al
destrozar los pronósticos precompetencia y alzarse con la medalla de oro en
la modalidad de florete, con lo cual le dio a Cuba el primer título áureo
del deporte revolucionario en Juegos Panamericanos.
Fue en Sao Paulo, en 1963, hace 44 años, cuando solo
argentinas y estadounidenses eran las favoritas precontiendas, pero llegó
la delgada muchacha habanera para "aguarles la fiesta".
Mireya, ganadora de una de las cuatro preseas doradas, de
aquella delegación cubana, fue también protagonista de la epopeya de Sao
Paulo, cuando se le había impedido a la comitiva de la mayor de las
Antillas aterrizar en el aeropuerto de esa ciudad, situación que generó la
enérgica respuesta de arribar a cualquier precio.
Mireya también practicó el tiro deportivo, y en su aval
competitivo incluyó la corona centroamericana y del Caribe en los Juegos de
Kingston, Jamaica, en 1962. También consiguió llegar hasta la final del
florete en los Juegos Olímpicos de Tokio, en 1964.
Fue profesora de varias generaciones de esgrimistas. Este
redactor, que abrazó ese deporte, tuvo el privilegió de beber del
magisterio de esta singular deportista cubana.
Sus éxitos en los primeros años de la década del 60 del
siglo pasado, fueron precursores de la calidad de nivel mundial que ha
alcanzado la esgrima cubana.