ARIEL B. COYA
Posiblemente
ningún otro ejemplo lo ilustre mejor, pero cuentan que en 1986, en
el Mundial de sus goles divinos a Inglaterra, Maradona quiso
homenajear a su ídolo de la niñez, Ricardo Enrique Bochini. Primero
le exigió a Bilardo que lo convocara con aquella selección de
Argentina y luego que le permitiese jugar los últimos cinco minutos
de la semifinal contra Bélgica. Así, cuando El Bocha salió al
terreno, El Pelusa, con su habitual histrionismo, ofició una
reverencia y murmuró una de esas frases arquetípicas que terminan
grabadas para la Historia: "Dibuje, Maestro".
El fútbol, en efecto, antes que parecerse a la vida, guarda
muchas similitudes con las artes plásticas. No solo trasciende el
espectro de la lógica, sino que encima encierra la misma dosis de
misterio que una pintura abstracta y nunca, nunca, nunca, por más
soso que resulte cualquier duelo, deja de ser un espectáculo
colorido.
Pero ya que hablamos de arte y de ciertas obras inconmensurables,
conviene recordar que entre los grandes pintores suele haber de
todo.
De esa manera, George Best, que en Inglaterra fue simplemente
the best (el mejor) desarrolló como Dalí una notable tendencia
al narcisismo y la megalomanía, mientras Pelé, que en su periodo "verdeamarelho"
retrató con sus goles a todos los arqueros rivales, consagraba sus
últimos años a firmar caricaturas en el Cosmos estadounidense.
Cruyff y Beckenbauer alimentaron una rivalidad muy similar a la de
Da Vinci y Miguel Ángel, al encabezar las vanguardias renacentistas
del fútbol en los ’70; en tanto Garrincha y Maradona casi perdieron
la razón como Van Gogh, por fantasear sobre el césped con el
surrealismo más puro.
Aunque estos arriba mencionados fueron genios inmortales,
destinados a convivir en el Parnaso, tampoco es menos cierto que en
Sudáfrica igual se han podido apreciar otros artistas
extraordinarios. Claro que si de estilos pictóricos en el fútbol se
trata, sería un pecado indeleble no referirnos a dos escuelas tan
célebres como las de Brasil y Holanda.
Los sudamericanos —ya alguna vez lo mencionamos— le cambiaron el
rostro al deporte hierático que habían formulado los ingleses,
trocándolo para admiración del mundo entero en un juego hermoso y
alegre.
Si los brasileños vislumbraron el fútbol como una fiesta, entre
los trazos mágicos del jogo bonito y la folha seca,
los holandeses desarrollaron la grandeza del método. Ajenos a casi
todas las convenciones de entonces, promovieron un estilo
iconoclasta que se imponía por organización, despliegue y clase. Y
así formaron un equipo rotundo con extremos, centrocampistas
prolijos en el manejo del balón y temibles en sus incursiones al
área, que finalmente podían descansar en el matemático ejercicio de
la defensa. No en vano, el Ajax ganó tres Copas de Europa (1971, 72
y 73) y Holanda, aún sin Cruyff en 1978, disputó la final en dos
Mundiales.
Llega entonces el día en que, por cuarta ocasión en la historia,
se enfrentan en el torneo estos dos gigantes, que como es de
presumir han alumbrado algunos de los más bellos murales colectivos.
Cierto es que refugiados en el temor al fracaso, tanto Van
Marwijk como Dunga sostienen, como Delacroix, que a veces hay que
estropear un poquito el cuadro para poder terminarlo. Pero no hay
que alarmarse, pues ya lo dijo alguna vez Rembrandt: "El pintor
persigue la línea y el color, pero su verdadero fin es la Poesía". Y
ambas escuadras reúnen como antaño a varios de los más finos
pintores.