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ROLANDO PÉREZ
BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu
Con
cinco años y por ello solo cursando el preescolar, Olivia me engaña.
Lleva tiempo en el juego:
un libro por delante, sus espejuelos ajustados —que no siempre
quiere ponerse— y una compostura de concentración absoluta,
pretende que cuantos la miren crean que está leyendo.
Cualquier
libro le sirve para soltar en voz alta unas largas parrafadas, que
harían la delicia de los padres del surrealismo por la hábil
combinación de palomas luchando contra leones, mientras Cenicienta,
asistida por El Hombre Araña (y a veces en complicidad con Elpidio
Valdés), huye a través de un bosque donde rige la ley implantada por
los siete enanos de Blanca Nieves.
Conmueve ver a Olivia "leyendo"
y, por supuesto, no me gusta que algún despistado trate de hacerle
ver que finge.
Hace unos meses, estuve
tentado a no aguardar por la programación escolar y enseñarle los
primeros misterios de las letras. Amigos pedagogos saltaron entonces
con la advertencia: "¡Ni se te ocurra!, espera por la escuela, los
métodos de ahora son mejores y diferentes, nada comparable con la
Cartilla de los viejos tiempos".
La mención de la Cartilla
me llenó de nostalgia y de clarísimos recuerdos. La primera palabra
deletreada debe de haber sido mamá o papá, o quizá nené,
pero lo que sí no olvido de aquel bautizo es la sensación de mago
atrapado en un grandioso crecimiento.
Por la lectura entraron al
espíritu mundos maravillosos, pero también grandes trastornos,
principalmente estampados en las páginas de aquellos comics
(muñequitos) que procedentes del Norte me hicieron creer que Tarzán
era África y el marine Joe Paloka el guerrero que hubiera querido
ser.
Durante años, en mi casa
se habló, en conversaciones de sobremesa, de una anécdota
relacionada con la lectura, ocurrida a mediados de los cincuenta.
Nómadas citadinos a causa del precio de los alquileres, la última
mudada de la familia provocaba otro cambio de escuela. En el camino
hacia la nueva matrícula, sentados junto a la ventanilla del ómnibus
y preocupada porque no me respetaran el grado escolar, mi madre quiso
saber cómo andaba en la lectura. Y como no había nada a mano para
poner a prueba mis conocimientos, me hizo leer todo lo que fuera capaz
de avistar desde la atalaya rodante.
Tendría entonces
ocho-nueve años y la ciudad estaba repleta de pasquines políticos.
Ellos, juntos con los anuncios publicitarios, me permitirían gritarle
al mundo, desde la plataforma de aquella guagua, mis vastos dominios
en el desentrañamiento del abecedario: "Coca Cola", "Batista
Presidente", "Justo Luis para la alcaldía", "Batista es el hombre", "La
honradez se llama Fulgencio", "Batista y su hermano Panchín..."
Por supuesto que en aquel
entonces no me di cuenta, pero mi altisonancia y el contenido de lo
que estaba leyendo, provocó que algunas miradas se posaran
interrogantes en la pareja integrada por la mujer y el muchacho, lo
que hizo que ella me apretara contra su pecho, al tiempo que exigía
en contundente susurro: "¡Bajito, niño, bajito!".
Mientras mi madre vivió,
de tarde en tarde, nos reíamos con la anécdota.
Pero ahora es el presente
y Olivia está leyendo. Junto a ella, los ejemplares infantiles
adquiridos en la Feria del Libro del pasado año y que, aupada por sus
padres, ha venido guardando para la hora de su gran banquete, que
será enriquecido en estos días de nueva Feria.
Este año, Olivia debe
comenzar el primer grado y si las expectativas no se equivocan, ya
antes de diciembre estará trasponiendo a gatas el universo de las
letras.
Pero si alguien llegara a
encontrársela por estos días en la Feria y la ve sobre la hierba
leyendo, oigan el ruego de este padre y no la saquen de su gran
sueño.
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