Leer

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu 

Foto: ALBERTO BORREGOCon cinco años y por ello solo cursando el preescolar, Olivia me engaña.

Lleva tiempo en el juego: un libro por delante, sus espejuelos ajustados —que no siempre quiere ponerse— y una compostura de concentración absoluta, pretende que cuantos la miren crean que está leyendo.

Cualquier libro le sirve para soltar en voz alta unas largas parrafadas, que harían la delicia de los padres del surrealismo por la hábil combinación de palomas luchando contra leones, mientras Cenicienta, asistida por El Hombre Araña (y a veces en complicidad con Elpidio Valdés), huye a través de un bosque donde rige la ley implantada por los siete enanos de Blanca Nieves.

Conmueve ver a Olivia "leyendo" y, por supuesto, no me gusta que algún despistado trate de hacerle ver que finge.

Hace unos meses, estuve tentado a no aguardar por la programación escolar y enseñarle los primeros misterios de las letras. Amigos pedagogos saltaron entonces con la advertencia: "¡Ni se te ocurra!, espera por la escuela, los métodos de ahora son mejores y diferentes, nada comparable con la Cartilla de los viejos tiempos".

La mención de la Cartilla me llenó de nostalgia y de clarísimos recuerdos. La primera palabra deletreada debe de haber sido mamá o papá, o quizá nené, pero lo que sí no olvido de aquel bautizo es la sensación de mago atrapado en un grandioso crecimiento.

Por la lectura entraron al espíritu mundos maravillosos, pero también grandes trastornos, principalmente estampados en las páginas de aquellos comics (muñequitos) que procedentes del Norte me hicieron creer que Tarzán era África y el marine Joe Paloka el guerrero que hubiera querido ser.

Durante años, en mi casa se habló, en conversaciones de sobremesa, de una anécdota relacionada con la lectura, ocurrida a mediados de los cincuenta. Nómadas citadinos a causa del precio de los alquileres, la última mudada de la familia provocaba otro cambio de escuela. En el camino hacia la nueva matrícula, sentados junto a la ventanilla del ómnibus y preocupada porque no me respetaran el grado escolar, mi madre quiso saber cómo andaba en la lectura. Y como no había nada a mano para poner a prueba mis conocimientos, me hizo leer todo lo que fuera capaz de avistar desde la atalaya rodante.

Tendría entonces ocho-nueve años y la ciudad estaba repleta de pasquines políticos. Ellos, juntos con los anuncios publicitarios, me permitirían gritarle al mundo, desde la plataforma de aquella guagua, mis vastos dominios en el desentrañamiento del abecedario: "Coca Cola", "Batista Presidente", "Justo Luis para la alcaldía", "Batista es el hombre", "La honradez se llama Fulgencio", "Batista y su hermano Panchín..."

Por supuesto que en aquel entonces no me di cuenta, pero mi altisonancia y el contenido de lo que estaba leyendo, provocó que algunas miradas se posaran interrogantes en la pareja integrada por la mujer y el muchacho, lo que hizo que ella me apretara contra su pecho, al tiempo que exigía en contundente susurro: "¡Bajito, niño, bajito!".

Mientras mi madre vivió, de tarde en tarde, nos reíamos con la anécdota.

Pero ahora es el presente y Olivia está leyendo. Junto a ella, los ejemplares infantiles adquiridos en la Feria del Libro del pasado año y que, aupada por sus padres, ha venido guardando para la hora de su gran banquete, que será enriquecido en estos días de nueva Feria.

Este año, Olivia debe comenzar el primer grado y si las expectativas no se equivocan, ya antes de diciembre estará trasponiendo a gatas el universo de las letras.

Pero si alguien llegara a encontrársela por estos días en la Feria y la ve sobre la hierba leyendo, oigan el ruego de este padre y no la saquen de su gran sueño.

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