ARIEL B. COYA
Occidente sigue con sus "cuentos chinos".
Finalmente los Juegos de Beijing no serán los mejores de la historia.
Sí, no se asombre. La primicia corrió a cargo de la prensa libre de
Occidente, que con suma presteza y antelación la sacó a la luz pública,
tras consultar su bola de cristal.
Así, no importa cuánto se esfuerce el pueblo chino en proyectar unos
Juegos eficientes que cimenten su ascenso ecuménico de los últimos
tiempos (pese a los efectos del devastador terremoto que estremeció la
provincia de Sichuan). Ni tampoco interesa mucho la extraordinaria
magnitud arquitectónica de los 96 recintos deportivos que para este
evento han construido y remozado.
Apenas a semanas de la apertura oficial de los Juegos, algunos medios
han emitido su mordaz veredicto: La XXIX Olimpiada está de antemano
condenada al fracaso.
De ahí que para ellos lo más provechoso sería que el próximo 8 de
agosto no sintonizáramos la transmisión en vivo de la ceremonia
inaugural o que, sin ir más lejos, los 10 500 atletas que deben
intervenir en las 302 competencias de la cita estival se tomaran cuatro
años de asueto olímpico a la espera de Londres 2012 (que de seguro
contará con augurios más favorables).
No pocos medios de Europa y Estados Unidos —principalmente—,
siguiendo un poco la tradición del Oráculo de Delfos (para estar a tono
con la Grecia Antigua) ya no se conforman con reportar el hecho
noticioso y ahora se ocupan de propiciarlo.
Con tal propósito desvirtuaron un conflicto con siglos de arraigo
para instigar las manifestaciones en favor del Tíbet que a lo ancho del
mundo "saludaron" el recorrido de la antorcha olímpica. E igual,
falsearon buena parte de los incidentes del 14 de marzo en la ciudad de
Lhasa, donde no hubo protestas pacíficas y sí un feroz estallido de
violencia con tintes racistas, como ilustraron después los turistas
occidentales. Sacaron a la palestra al Dalai Lama —ese pacifista de
eterna sonrisa que según ellos es Tenzin Gyatso—, criticando desde su
exilio la violación de los derechos humanos que sufre la población
tibetana.
Tal parece que en aras de anticipar un futuro improbable los medios
occidentales han perdido la brújula del pasado. Porque si algo no
reflejan es que antes de 1949 esa población vivía bajo el yugo de una
teocracia feudal, donde las tierras constituían prebenda de los
monasterios y la mitad de los habitantes eran siervos sin ningún
derecho, confinados a satisfacer mediante trabajos forzados todas las
necesidades del clero y sus aliados laicos (quienes, huelga decirlo, no
trabajaban). Tampoco existían entonces en el Tíbet electricidad, ni
carreteras, ni hospitales, ni casi escuelas.
Más allá del mero azar, esta campaña desestabilizadora obedece a
fríos cálculos. Pero nadie, salvo los más ingenuos, se traga el
alcaseltzer mediático que han querido surtirle a la opinión pública.
Los Juegos son un hecho político de enorme repercusión dentro de un
mundo cada vez más globalizado (a nadie le quepa la menor duda de ello),
pero también constituyen la gran fiesta de la juventud, el deporte y la
paz, al auspiciar que 204 países (de distintas razas, tradiciones y
sistemas políticos) convivan armónicamente durante 15 días.
Eso, precisamente, es lo que debe trascender al margen de las
profecías deletéreas de la prensa "libre", que vuelve a demostrar cuán
falaz puede ser si de enarbolar el periodismo escandaloso se trata.
Hace unos días arribó por primera vez a la cima del monte Everest la
antorcha olímpica. Imágenes televisivas captaron el histórico momento en
que la flama coronó el "techo del mundo" —curiosamente en manos de una
tibetana— y varios montañistas rompieron a llorar, visiblemente
emocionados, tras el duro ascenso.
No es de extrañar entonces que tal voluntad, la que defiende el
eslogan oficial de los Juegos —Un mundo, un sueño— depare un espectáculo
digno de la grandeza del gigante asiático. China lo merece. Y el mundo
también.