Los estadounidenses repitieron el error de los
franceses al coincidir la fecha de los Juegos con una Feria Internacional.
En consecuencia, pocas personas se interesaron por las competiciones. El
público prefería circular por la Feria.
El
fracaso de París, en 1900, hizo que una ciudad norteamericana fuera sede
del evento. Los americanos pretendían despertar la envidia de los
franceses, pero esta edición llegó a los límites de la
desorganización.
Estuvo precedida por un enfrentamiento, a la americana,
entre dos ciudades de Estados Unidos: Chicago y San Luis. En la cuarta
sesión del Comité Olímpico Internacional, la primera aseguró tener 120 000
dólares para el anhelado deseo anfitrión y garantizaba más de
200 000 taquillas, argumentos que inclinaron la balanza a su favor.
Sin embargo, su rival siguió empeñado en albergar los
III Juegos de la era moderna para respaldar la exposición por el
centenario de la cesión de Louisiana. El COI cedió ante esta urbe, pues
si no lo hacía, los sanluiseños harían pruebas atléticas paralelas,
otorgando jugosos premios.
En
medio de tanto caos y con el desafío de cruzar el Atlántico a inicios
del siglo XX, 496 atletas, de ellos solo 46 extranjeros inician las
competencias. Doce países optan por engrosar sus arcas en el medallero
olímpico. Compiten seis mujeres, por lo que todavía no se puede
calificar como oficial la participación femenina.
Pero surgen nuevos astros y hubo quien hasta repitió
sus éxitos de la edición anterior. El estadounidense Ray Ewry, volvió a
conquistar tres preseas doradas, en salto largo, alto y triple, en tanto
que su compatriota Archie Hahn es considerado como el deportista más
destacado al vencer en las pruebas de velocidad de 60, 100 y 200 metros
planos.
De los héroes repetidores de hazañas, uno se destacó
de manera singular. El cubano Ramón Fonst se alzó con tres medallas de
oro en las competencias individuales de esgrima y con dos triunfos más en
las lides por equipos.
El absurdo de los Juegos resultó la organización de
competencias paralelas para negros, indios y orientales. Según los
organizadores de los III Juegos, los negros, indios, filipinos, turcos,
sirios, judíos, nacidos o naturalizados en Estados Unidos, pero no
reconocidos como estadounidenses verdaderos, no podían actuar en la
batalla real.
Periódicos de la época en los propios Estados Unidos,
calificaron la versión sanluiseña como una auténtica juerga deportiva.
Los norteamericanos no convencieron a los europeos de
que valdría la pena cruzar el Atlántico para participar de la
competición. Hasta el mismísimo Pierre de Coubertin, que prestigió
tanto la tradición del evento, no asistió a los Juegos.
Medallero
de San Louis-1904