Discusiones interminables por cualquier motivo, hasta por un
strike cantado o dejado de cantar mucho después de una jugada, intentos de
agresión, ofensas verbales que llegan a la grosería por buena parte del
público asistente, lanzamientos de objetos al terreno. Toda una amalgama que
tiene un nombre: indisciplina social.
Lamentablemente, esta es la imagen que recibimos en muchos
de los partidos de la XLVII Serie Nacional, aumentadas en los play off desde
sus inicios, cuando cada juego vale mucho y las pasiones se desbordan hasta
llegar al delirio.
La copa se rebosó el domingo, durante la celebración del
séptimo y decisivo partido de la semifinal occidental, cuando varios
integrantes del equipo Pinar del Río orquestaron una cámara húngara que pudo
haber tenido —no es una exageración—, consecuencias mucho más desagradables,
aunque ya de por sí el espectáculo se dañó irremediablemente.
Todo esto no es nada nuevo. Ya el Latinoamericano fue mudo
testigo de una invasión de público en un partido Industriales-Santiago de
Cuba que originó violencia y obligó a las autoridades competentes a decretar
un forfeit, además de recibir sanciones de privación de libertad varios de
los responsables.
Si buena es la pasión que acompaña a un juego de béisbol en
nuestro país, muy reprobable es la conducta observada día tras día por
varios mentores y jugadores de nuestros conjuntos, muchos de ellos con
sobrada experiencia internacional, participantes incluso en el Primer
Clásico Mundial, donde resultaron extrañas y poco comunes las protestas y
discusiones.
Si las autoridades responsables del deporte no actúan con
mayor energía, estas indisciplinas se estimulan. Por eso, la imperiosa
necesidad de tomar medidas urgentes, no solo de cara a la final entre
santiagueros y pinareños (lo cual no resultaría ocioso), sino como una
política a seguir con nuestro deporte nacional, en el cual la indisciplina
se enseñorea —todo se protesta, poniendo en tela de juicio la capacidad del
arbitraje juego tras juego y perdiendo minutos preciosos, convirtiendo el
juego en un interminable y aburrido maratón—, y salta del diamante a las
gradas, se exacerba un fanatismo muy peligroso, divorciado de nuestra
afición.
Estadios hay en el mundo sancionados por una indisciplina
general de la afición. Los nuestros no pueden ser una excepción: si en un
parque beisbolero no existen las garantías necesarias, si la afición se
comporta de manera grosera, lanzando objetos al terreno o gritando
improperios y palabras de ofensas a jugadores contrarios y árbitros, hay que
aplicar el forfeit.
Y ya que hablamos de terrenos, se hace necesaria una
revisión minuciosa de los mismos y exigir técnicamente. Es imprescindible
que se extienda una certificación acreditada por la Dirección Nacional de
Béisbol. Sin esa decisión técnica no se puede jugar. Lo acontecido en el
Huelga no se puede repetir.
Tampoco están exentos los árbitros ni los mentores. Unos son
los encargados de impartir justicia, los segundos de dirigir a sus jugadores
y velar por la disciplina. Cuando no cumplen adecuadamente con sus
funciones, cuando un oficial se equivoca o un director protesta
reiteradamente las decisiones, ambos deben de ser sancionados. No queda otro
remedio.
Bienvenida la pasión, que ya de por si abunda. Pero siempre
y cuando vaya de la mano de la cordura… que desgraciadamente escasea.