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...Noticias / Martes 14 de febrero..
Encontrar respuestas sin abjurar de nuestro
sentido de la justicia
AMBROSIO FORNET (*)
Esta fiesta del libro y la lectura, que ya
cumple 21 años, lo demuestra con creces. Y se honra con la
presencia de sus invitados especiales, autores y editores de
nuestro espacio geográfico y cultural más inmediato, las
Antillas de Hostos, Betances y los Henríquez Ureña —para no
hablar de Máximo Gómez, uno de mis autores favoritos—; el
Caribe de Cyril James, de Price-Mars y Alexis, de Cesaire y
Glissant, de Eric Williams y Juan Bosch, de tantos otros
narradores, poetas y ensayistas... Es un placer darles la
bienvenida a esta Isla rodeada de libros por todas partes,
la tierra de Martí, de Guillén, de Carpentier y de la
bendita idea de la cultura como "ajiaco". Nuevamente hemos entrado en una época de
cambios. Que estos cambios se produzcan dentro de una
continuidad, no significa que no tengamos que preocuparnos.
Lo que nos preocupa es el legado. ¿Es cierto que en la
sociedad que estamos legando a las nuevas generaciones
predominan los factores positivos sobre los negativos? A
quienes creemos que sí, la tarea que afrontamos —larga para
muchos de ustedes, breve para nosotros, los que estamos
llegando al final del camino— nos parece muy clara: hallar
el modo de afianzar y renovar las conquistas, de barrer
pacientemente el polvo acumulado. Para eso contamos, en
modesta medida, con la educación, la instrucción y la
cultura. No puede trazarse un signo de igualdad entre ellas,
pero todas tienen una cosa en común: son expresiones del
talento, la perseverancia y la conducta individual y social
que favorecen las relaciones humanas. De manera que no nos
basta con saber que se publican libros, se inauguran
exposiciones, se estrenan obras de teatro y de ballet, se
divulgan las expresiones más auténticas de nuestro folclor
urbano y rural; necesitamos saber, además, cuánto han
retrocedido el machismo y la homofobia, cómo vamos a
enfrentar el desconcierto, las indisciplinas sociales, los
prejuicios raciales, la corrupción administrativa, el
viscoso lastre que nos dejó la crisis de los años 90. Si nosotros —escritores, artistas,
trabajadores del medio— ponemos tanto empeño en la
proyección social de nuestras actividades es porque creemos
que cumplen también una función cívica, que quienes leen un
buen libro, escuchan buena música o asisten al estreno de
una obra teatral son menos proclives a violar ciertas normas
de conducta o abusar de la paciencia de los demás. En otras
palabras, creemos que existe una relación entre el
comportamiento individual y el social, entre las necesidades
espirituales y las normas de convivencia. Pero como no
sabemos qué alcance tiene ese vínculo, asumimos como tarea
irrenunciable la de seguir creando las bases que favorezcan
el predominio de lo mejor sobre lo peor, de modo que la
nuestra llegue a ser una sociedad donde, para decirlo con la
fórmula clásica, el libre desarrollo de cada uno sea la
condición para el libre desarrollo de todos, donde podamos
seguir forjando en común esa nación para el bien de todos
que es nuestra aspiración más legítima. Y aquí topamos con la ineludible realidad de
que las condiciones que favorecen el desarrollo cultural
tienen también un fundamento económico. Ya sabemos, por
experiencia propia, que el irrestricto apoyo estatal a la
instrucción y la cultura ha producido —desde los ya lejanos
tiempos de la Campaña de Alfabetización y la creación de la
Imprenta Nacional— una expansión cultural sin precedentes en
nuestra historia, pero ¿hasta dónde es posible mantener ese
apoyo en tiempos de crisis y cambios? A nosotros nos toca
encontrar la respuesta sin abjurar de nuestro sentido de la
justicia y sin olvidar que aun a la pregunta más difícil se
le puede dar una respuesta fácil —dictada por la ignorancia
o la rutina—, así que no conviene descartar sin más la
posibilidad de que, con el paso del tiempo, a alguien se le
ocurra la idea de aplicar, en nuestro medio, el principio de
la rentabilidad económica que debe regir en otros campos.
Eso conduciría a una pregunta retórica —el simple hecho de
hacérsela demostraría que se conoce de antemano la
respuesta—: ¿Para qué "sirve" la cultura literaria y
artística? O más concretamente, ¿qué "utilidad" —es decir,
qué grado de "rentabilidad"— puede esperarse de un concierto
de la Sinfónica, de un libro de ensayos, de un museo de
artes visuales? Nos preocupa, en fin, que los reajustes
socioeconómicos, los guiños del mercado y el curso
inexorable del tiempo puedan disolver o reducir al mínimo el
proceso de afirmación de la identidad —o, si lo prefieren,
de descolonización cultural— que caracterizó en el pasado
nuestras búsquedas. Y nos preocupa que la crisis de valores
generada por el fracaso del socialismo europeo pueda
desembocar, en el caso de nuestros escritores —los críticos
y en-sayistas, sobre todo—, en la filosofía del vale todo o
del sálvese quien pueda, antítesis de la noción misma de
cultura y, en particular, de la cultura que hemos tratado de
consolidar en el curso de estos años. Afortunadamente, nos
apoyamos en una tradición creativa —incluyendo la formada
por la investigación y la crítica— que ha demostrado ser
infatigable en su búsqueda de la autenticidad. Y ya que hablamos de tradición, permítanme
terminar recordando que este año se cumple el bicentenario
del nacimiento de Antonio Bachiller y Morales, fundador de
la bibliografía cubana. Dedico estas palabras a su memoria y
a todos los que, dentro y fuera de Cuba, han ido delineando
ese retrato de familia todavía inconcluso, la imagen real o
posible del cubano tal como se insinúa o se refleja en las
páginas de los libros. (*) Palabras pronunciadas por el escritor
cubano al agradecer el homenaje que rinde a su vida y obra
la XXI Feria Internacional del libro Cuba 2012. |