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Noticias del día / viernes 19 de febrero Los sabios se ríen temblando ROGELIO RIVERÓN En unos apuntes biográficos fechados en octubre de 1924, Mijaíl Bulgákov cuenta cómo decidió abdicar de su condición de médico. Viajaba en un tren destartalado —un otoño indiferente de 1919— cuando, a la luz de una lámpara de keroseno, escribió su primer cuento. En la ciudad a la que lo llevó el tren —sabemos que se trata de Vladikavkaz— se aventuró a proponer el brevísimo relato a un periódico, que aceptó publicarlo. A inicios de 1920 ya se había dedicado por entero a escribir. Con relativa facilidad consiguió llevar a escena sus tres primeras piezas. A fines de 1921 Mijaíl Afanásievich arribó a Moscú sin dinero y apenas con equipaje, para quedarse allí definitivamente. Con la excepción del teatro que había escrito en Vladikavkaz y de algunos cuentos que nunca valoró demasiado, su obra deja entrever una energía que proviene en muchos sentidos de la enorme urbe capitalina. Nacido en Kiev en 1891, Bulgákov dio forma a una literatura personalísima, en la que acertó a mezclar la irremediable solemnidad de lo trágico con un humor pertinaz que, extrañamente, amenaza con repentinos estados de euforia. Semejante postura conduce tarde o temprano al absurdo, aunque los lectores de Bulgákov no suelen experimentar la sensación de ahogo a la que se exponen —por ejemplo— los de Franz Kafka. A una pregunta sobre lo que consideraba el estilo, se atrevió a confesar allá por 1930 que al principio de su carrera se sentía en la obligación de rendir cuentas a Nicolái Gógol (1809-1852). Si se relacionaba limpiamente con el autor de la novela Almas muertas, o de relatos como El capote era debido, precisamente, a la importancia que le asignaba a la ironía como catalizador de la comprensión del mundo. Parece dicho con afectación y tal vez lo sea, pero lo cierto es que vistos de conjunto el teatro y los textos narrativos de Mijaíl Bulgákov, dejan la impresión de que lo sometido a la mordacidad se deforma con tanta lógica, que aun contra nosotros mismos, nos proporciona lucidez. Y tal vez sea necesario repetir que Bulgákov no era un espíritu burlón. El lector cubano lo conoce sobre todo por la novela El Maestro y Margarita (reeditada por la editorial Arte y Literatura a propósito del homenaje que dedica a Rusia la Feria del Libro) y quizás por los cuentos de Corazón de perro. No es una fatalidad. Ni parece obligatorio agotar a un autor en tanto lectores, ni es extraño que una sola obra sintetice el estilo de los genios. ¿Son despreciables entonces los libros menos consistentes de un escritor de linaje? Esa pregunta tiene respuestas subdivididas. Lo que parece indudable es que con El Maestro y Margarita —un proyecto que lo ocupó durante unos veinte años— Mijaíl Bulgákov se coloca en la vanguardia de una tradición que consta de hitos tan poderosos como Alexander Pushkin (1799-1837), Iván Turguéniev (1818-1883), Fiódor Dostoievsky (1821-1881), Mijaíl Saltykov-Schedrín (1826-1889), Liev Tolstói (1828-1910), Antón Chéjov (1860-1904), Ósip Mandelstám (1891-1938) y Iosif Brodsky (1940-1996). Como las grandes novelas, esta atina con múltiples temas, con hipótesis que no pasan por alto que un texto narrativo es en gran medida una prueba de lenguaje. Despliegue de ideas sobre el destino, el amor, el libre albedrío, los sueños, el poder y la fatalidad que puede rondar al artista, El Maestro y Margarita es una mascarada y al mismo tiempo un relato tan glorioso como La odisea. Muerto en 1940, Mijaíl Bulgákov apenas intuyó que aquella novela podría conseguir que su nombre perdurara. |