Los
primeros textos poéticos escritos en lengua italiana fueron los de la
llamada escuela siciliana. Bajo la influencia árabe, Sicilia se
convirtió en uno de los centros importantes de cultura de la Europa
del siglo XIII. Se trataba, por lo general, de una poesía de amor
cortés, que seguía muy de cerca, a veces hasta demasiado, y de un modo
bastante torpe, los cánones de la poesía provenzal en auge en ese
momento.
El poeta
por excelencia del trecento italiano (siglo XIV), Dante, es
también una de las grandes figuras de la literatura universal.
Admirable por la claridad de su pensamiento, la viveza y fluidez de su
poesía, y la imaginación desbordante, fue uno de los poetas que más
decididamente contribuyeron a establecer el italiano como lengua
literaria, por su frecuente uso de la lengua vernácula en lugar del
latín. De vulgari elocuentia (1304), aunque escrito en latín,
es una encendida defensa del italiano como lengua apropiada para la
literatura.
Los
amplios conocimientos del poeta sobre la cultura de su tiempo le
convirtieron en el principal intérprete de la sensibilidad y los
ideales de la edad media europea.
Comenzó
a escribir su obra más importante, Divina Comedia,
probablemente hacia 1307. La escribió en lengua vernácula con la
intención de llegar a mucha gente y transmitir de un modo más directo
y efectivo sus ideas.
El
renacimiento coincidió en Italia con un periodo de expansión
económica, política y cultural. Culturalmente, todo el periodo estuvo
marcado por la búsqueda y el descubrimiento de manuscritos antiguos y
por una nueva lectura de la literatura y la filosofía clásicas, que
poco a poco se fueron revalorizando en toda Europa.
Muchas
de las grandes figuras del primer renacimiento eran eruditos dedicados
al estudio filosófico o a la traducción de los clásicos griegos y
latinos.
Una de
las figuras más importantes de comienzos del renacimiento fue el poeta
y humanista Petrarca, introductor de una nueva sensibilidad, hasta
entonces inédita, en la cultura europea. Latinista de renombre,
contribuyó definitivamente a reinstaurar el latín clásico como
lenguaje literario y erudito, en sustitución del maltrecho latín
medieval que había servido hasta entonces como vehículo de
comunicación internacional y que comenzó a dejar de hablarse a partir
de entonces.
Boccaccio constituyó otro grande en las letras italianas y su obra
maestra fue Decamerón 1353.Uno de sus mayores méritos fue el de
crear una larga serie de personajes muy característicos, y definidos
con habilidad, que serían posteriormente utilizados por muchos
autores.
Durante
el siglo XV se desarrolló un nuevo movimiento cultural denominado
humanismo que sustituyó las concepciones medievales, situando al ser
humano en el centro del universo y considerando la vida en la tierra
como un periodo en el que el alma puede llegar a la plenitud. En el
renacimiento aparecieron numerosos individuos a los que se les
denominó "hombres universales", es decir, artistas que alcanzaron la
perfección en más de una disciplina.
El
renacimiento llegó a su plena consolidación en el siglo XVI. La lengua
italiana, que había sido desechada durante siglos por los humanistas,
preocupados más bien por los textos griegos y latinos clásicos,
alcanzó una dignidad, hasta entonces negada, como lengua literaria.
Pietro Bembo, autor que ejerció gran influencia en la literatura de la
primera mitad del siglo, contribuyó decisivamente a colocar al
italiano en esa situación.
La
segunda mitad del siglo XVI estuvo presidida por la Contrarreforma,
que tuvo su origen en el Concilio de Trento, celebrado en 1545. Como
resultado de este concilio, convocado para contrarrestar las reformas
de los protestantes, se extendió por la Europa católica una oleada de
exacerbados sentimientos religiosos y de sumisión total a la autoridad
papal, que consiguió ahogar la franca jocosidad, la inclinación por la
exploración y la sincera alegría de los humanistas y sus sucesores,
sustituyéndolas por un interés superficial por las buenas costumbres y
la moralidad
El
estilo predominante en el siglo XVII, no sólo en literatura, sino
también en música, arte y arquitectura, fue el barroco, caracterizado
por una exuberancia que contrastaba, a menudo, con visiones
extremadamente pesimistas de la realidad. La poesía y el teatro fueron
terrenos de expresión de una extravagante imaginación, el gusto por el
artificio retórico en cuanto a la forma y la riqueza metafórica en
cuanto a la imaginería.
Hacia el
final de siglo XVII, comenzó a perfilarse un movimiento cultural que
rechazaba la estética excesiva y afectada del barroco. Los principales
exponentes de este movimiento reformador pertenecieron a la sociedad
Arcadia, fundada en Roma en 1690. En conformidad con la simplicidad
asociada desde siempre a la palabra arcádico (habitante de la
primitiva Arcadia, considerada como el país de la felicidad), los
escritores de este grupo se inspiraron en las fuentes clásicas,
especialmente en los poetas griegos que cultivaron el género pastoril.
Bajo los
aspectos científico y ético, la literatura italiana recibió, durante
el siglo XVIII, la influencia de las ideas del científico y filósofo
francés del siglo XVII René Descartes, así como la de los escritores
de la ilustración francesa del XVIII. El órgano principal de la vida
intelectual italiana fue el periódico milanés Il caffè
(1764-1766). Entre las figuras más importantes de este periodo
ilustrado, la principal fue, sin duda, la del jurista Cesare Beccaria,
el cual, en su obra Los delitos y las penas (1764) abogó por un
trato humano hacia los presos y por la abolición de la pena de muerte.
La
liberación y la unificación del país había sido un anhelo constante de
los escritores italianos desde el siglo XIII. En esa época, el
nacionalismo se manifestó, entre otros modos, con la adopción del
italiano como lengua literaria.
La
literatura italiana de comienzos del siglo XIX no estuvo marcada sólo
por el nacionalismo. Por entonces aún persistía el neoclasicismo
proveniente del siglo anterior, pero poco a poco fue dejando paso al
romanticismo, movimiento sumamente interesado en la historia y las
tradiciones regionales, germen de los distintos nacionalismos europeos
que surgieron durante todo el siglo.
El
nacionalismo, al agotarse, fue dando paso a dos corrientes muy
distintas dentro de la literatura italiana del siglo XIX. Por un lado,
una corriente regionalista, que exploraba la vida y costumbres
provincianas y las presentaba con un estilo realista, a menudo incluso
en el dialecto de la zona. La segunda corriente tomó su punto de
referencia en la lucha contra el poder temporal del papado. En efecto,
los Estados Pontificios, controlados por Francia y utilizados en su
propio interés, eran los últimos que restaban para lograr la unidad
total de Italia. Así, el nacionalismo de esta segunda tendencia entró
en oposición directa con la Iglesia. Este enfrentamiento se resolvió
diversamente entre los autores, dependiendo de las inclinaciones
personales de cada uno de ellos. Mientras los más radicales expresaron
su antagonismo con la Iglesia, los más tradicionalistas retomaron los
valores más limpios de los cristianos antiguos, y otros incluso se
reafirmaron, a pesar de todo, en su fe.
La
segunda mitad del siglo XIX estuvo marcada por la reacción de una
parte de los autores italianos contra los estilos neoclásico y, sobre
todo, romántico, centrados en el pasado y sus glorias. Los
representantes de esta nueva corriente, que rechaza la retórica y el
poco realismo de los creadores de los demás movimientos del siglo,
defendieron la utilización de la lengua común y un estilo de escritura
sencillo, con argumentos basados en experiencias y fenómenos
observables en la realidad cotidiana. Los poetas exaltaron esta
realidad y la elevaron al rango de verdad. De esta concepción toma su
nombre el movimiento, verismo (de vero, ‘verdadero’).
A lo
largo de todo el siglo aparecieron numerosos escritores italianos que
no pueden clasificarse dentro de ninguno de los movimientos o
tendencias principales de la época. Edmondo de Amicis, por ejemplo, se
hizo célebre por sus novelas, sus libros de viajes y su trabajo como
geógrafo. Una de sus obras es Corazón (1886), el diario de un
imaginario escolar italiano. Carlo Collodi, por otro lado, fue el
autor del libro para niños, Las aventuras de Pinocho (1883).
La
literatura italiana del siglo XX muestra una gran variedad de formas y
temas. Gran parte de ella refleja las experiencias de los años del
fascismo, mientras que, desde el final de la II Guerra Mundial, fue el
realismo social el estilo dominante durante años, hasta que fue
sustituido por una corriente profundamente introspectiva tanto en la
poesía como en la prosa.
En la
literatura, una vez apagados los fervores nacionalistas, el interés de
los autores se desplazó desde los asuntos de tipo social a los de tipo
individual. Los autores más representativos de este cambio de siglo se
agrupan según diferentes concepciones estéticas.
Debido
en parte a la influencia de corrientes foráneas, en la Italia de
comienzos del siglo XX se desarrollaron numerosos movimientos
artísticos y literarios cuyo principal nexo de unión era el común
rechazo a la retórica y al lirismo en la poesía. El más radical y
duradero fue el futurismo, contribuyó a desgarrar el lenguaje y
dejarlo reducido a sus esencias.
El
triunfo del fascismo, con la consiguiente toma del poder por parte de
Benito Mussolini, afectó negativamente a la hasta entonces rica vida
literaria italiana. El fascismo fracasó a la hora de crear un tipo de
literatura acorde con los principios del régimen en el poder.
Pocos
años después del final de la guerra apareció en Italia un nuevo tipo
de realismo ligado, en especial, al cine, que atravesó un periodo de
creatividad antes desconocido, hasta el punto de que empujó a la
crítica a acuñar un término nuevo para describirlo: neorrealismo.
La
búsqueda experimental de la década de 1950 y la experiencia de la
neovanguardia (que de algún modo encontró expresión en el cambio
marcado por mayo de 1968) registran algunas etapas importantes: el
experimentalismo de revistas; la neovanguardia del Grupo del 63, que
se proponía redefinir la relación entre literatura y público.
En las
últimas décadas se ha delineado una situación cultural en la que se
han saturado las manifestaciones de lo moderno en las sociedades
industriales avanzadas y en la que la realidad se elabora a través de
procedimientos dispersos y poco controlables. Para definir esta
situación se habla de postmodernismo.
Un
escritor posmoderno, incluso por su virtuosismo intelectual, es
Umberto Eco. Otros viven lo posmoderno con una actitud mental de
resistencia: entre ellos, Paolo Volponi con su racionalidad y Luigi
Malerba con un registro satírico-grotesco. Existen poetas como Andrea
Zanzotto (19219, con su sorprendente experimentalismo; Giovanni
Giudici y la tensión moral; Amelia Rosselli y la atención obstinada
que dedica al lenguaje; Franco Loi y la poesía dialectal.
Las
mejores obras pertenecen a escritores no tan jóvenes como Gesualdo
Bufalino (1920-1996), Vincenzo Consolo, Sebastiano Vassalli y Antonio
Tabucchi en la prosa; algunos nombres de la "línea lombarda" (Raboni,
Rossi, Cucchi), Cesare Viviani (1947), Valentino Zeichen (1938), Alda
Merini y Vivian Lamarque, en la poesía. Entre los más recientes
narradores figuran Pier Vittorio Tondelli, Stefano Benni, Daniele Del
Giudice, Aldo Busi, Andrea De Carlo, Alessandro Baricco, Susanna
Tamaro. Entre los poetas, Valerio Magrelli (1957).