Una robusta tradición cultural y la más
reciente experiencia del modernismo y el positivismo dieron paso a
un nuevo siglo lleno de acontecimientos, realizaciones y
posibilidades. Se inició con el enfrentamiento entre el impulso
modernista del porfiriato y la rebeldía de los jóvenes del Ateneo,
agrupados en torno al dominicano Pedro Henríquez Ureña, que
actuaba de animador permanente. El Ateneo de la Juventud se propuso
una transformación radical y dio un nuevo impulso, riguroso y
crítico, a la vida cultural. Lo encabezaron Antonio Caso, autor
dedicado a la filosofía que liquidó el positivismo abriendo
horizontes universales a la conciencia nacional; José Vasconcelos,
una personalidad desbordante y comprometida, en actitud polémica
permanente, protagonista de una prolongada actividad educativa y
política; y Alfonso Reyes, sabio y humanista por excelencia,
escritor fecundo y diplomático que culminó una obra de reflexión,
síntesis y estudio desde la presidencia de El Colegio de México.
La Revolución de 1910 provocó la dispersión de la
generación ateneísta, pero dio paso a nuevos grupos, formaciones y
tendencias. Proliferaron las revistas (Nosotros, La Nave,
Pegaso), surgió el grupo denominado de los Siete Sabios y
aparecieron movimientos vanguardistas, como el estridentismo o el
grupo de los Contemporáneos en torno a la revista homónima.
En los nuevos autores predominó una preocupación
exclusivamente literaria, claramente influida por los modelos
franceses y la nueva estética de los prosistas españoles. Entre
ellos, Carlos Pellicer, poeta plástico imaginativo; José Gorostiza,
que con Muerte sin fin (1939) resultó tributario de Luis de
Góngora y sor Juana Inés de la Cruz; Jaime Torres Bodet; Xavier
Villaurrutia.
Avanzado el siglo, el impacto revolucionario dio
paso a un grupo de novelistas que cultivaron el género
autobiográfico, empeñados en dar razón de los cambios radicales que
vivía el país a través de la llamada literatura de la Revolución
Mexicana, con Mariano Azuela (Los de abajo); Martín Luis
Guzmán (El águila y la serpiente y La sombra del caudillo,
en realidad crónicas noveladas); Rafael Felipe Muñoz (Vámonos con
Pancho Villa); Mauricio Magdaleno (autor de El resplandor,
novela que años más tarde llevaría al teatro).
En línea aparte se puede registrar la obra de José
Mancisidor (1894-1956), que escribió La ciudad roja (1932) y
Nuestro petróleo (1953), de inspiración socialista, y la de
José Revueltas, que hizo de las luchas sociales su tema principal,
como en su novela de 1964, Los errores. La literatura
indigenista estuvo representada por Andrés Henestrosa, Héctor Pérez
Martínez (1906-1948) o Ricardo Pozas (Juan Pérez Jolote,
1948), y la inspiración provinciana por Agustín Yáñez, autor de una
obra narrativa importante (Al filo del agua). Todos ellos se
abrieron paso sin dificultad y tuvieron muchos seguidores.
La generación de mediados del siglo XX se agrupó en
torno a la revista Taller, que vivió el profundo impacto de
las grandes convulsiones de su tiempo y se enfrentó al esteticismo
de los contemporáneos, quienes se opusieron al nacionalismo y lo
combatieron arduamente, defendieron la libertad de expresión y el
rigor en la forma poética y tuvieron un innovador estilo de entender
y vivir la cultura. De este grupo cabe destacar a Xavier
Villaurrutia y su Nostalgia de la muerte, poesía de la
pluralidad de los sentidos; Salvador Novo, que además de poeta fue
ensayista, crítico y cronista; Jorge Cuesta, agudo crítico y poeta;
y Gilberto Owen, autor de varios libros de poesía, que pinta en
Simbad el varado la elegía del amor viajero.
En este periodo, como síntesis y superación de todas
las tendencias, sobresale la obra excepcional de Octavio Paz,
ensayista y poeta que domina y trasciende las diversas épocas y las
muchas tendencias y corrientes década tras década: Entre la
piedra y la flor (1937), Libertad bajo palabra (1949) o
Piedra de Sol (1957), su obra maestra. En ensayo, El
laberinto de la soledad (1950), es una reflexión excepcional. Es
también la época en la que surgen dos nuevos maestros de la prosa
narrativa, Juan Rulfo y Juan José Arreola, "el juglar burlesco",
fabulador y hablador incansable.
A partir de la década de 1960, México inició una
fase de esplendor narrativo y literario. En sus inicios fue la
década de Carlos Fuentes, que en un primer periodo publicó, entre
otras obras, La región más transparente (1958), ambicioso y
brillante mural novelístico, La muerte de Artemio Cruz (1962)
o Cambio de piel (1967), seguidas años más tarde de nuevas
creaciones que amplían los límites de sus posibilidades narrativas.
La gran convulsión de la sociedad mexicana, como
consecuencia del movimiento estudiantil de 1968, coincidió con el
florecimiento de nuevos autores, tendencias y corrientes. Los
narradores de este periodo se caracterizan por su libertad creadora,
la falta de arraigo al pasado, la adscripción a las tendencias más
vanguardistas y la ruptura de todos los moldes. Cada nueva
generación, en intensidad creciente, está siendo capaz de superar a
su antecesora en originalidad, brillantez e incluso agresividad.
A Francisco Tario (1911-1977), Jorge López Páez
(1922- ), Elena Garro, Rosario Castellanos y Ricardo Garibay, les
han seguido Salvador Elizondo, Juan García Ponce, José Emilio
Pacheco, Vicente Leñero, Sergio Pitol o Fernando del Paso. Pero
todavía más jóvenes, José Agustín Ramírez y Gustavo Sainz han
conseguido abrirse paso y conquistar una atención llena de
sorpresas.