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22/08/2002
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El flaco y el gordo

PEDRO DE LA HOZ

Haber traído a la temporada teatral de los lunes de verano una obra de Virgilio Piñera —presencia que por sí misma honró el espacio, más allá de la agenda conmemorativa de su noventa cumpleaños— implicó alto riesgo, tanto para los realizadores como para la teleaudiencia.

Virgilio Piñera durante su larga 
estancia en Buenos Aires. 

Pienso que no haya sido fácil para los telespectadores habérselas de pronto con la estética de El flaco y el gordo, si tomamos en cuenta que, ante la pantalla doméstica, se opera un proceso que tiende a homogeneizar los patrones de recepción de los programas a favor de un discurso realista, en el otro extremo de la propuesta virgiliana.

Quienes hayan seguido las líneas de desarrollo de las vanguardias teatrales del siglo XX recuerdan la emergencia del llamado teatro de la crueldad, término acuñado por el francés Antonin Artaud en la década de los treinta.

Tratábase, sobre todo en los seguidores de un tipo de lenguaje que exacerbó la confrontación violenta, psíquica y moral, sobre la escena, de modo tal que el espectador no se involucrara sentimentalmente con ese choque sino lo asumiera desde una perspectiva intelectual.

Hacia la medianía de esa centuria también se puso en boga llamar teatro del absurdo a una tendencia que se inclinaba por la construcción de situaciones aparentemente ilógicas e irracionales, que ponían de relieve déficit en la comunicación humana y pérdidas de sensibilidades y significados vitales.

Si me permito estas referencias es porque la zona del teatro de Piñera en la que se inscribe El flaco y el gordo cabalga entre la crueldad y el absurdo. El carácter y el tono del conflicto que se nos presenta podrían hallar fundamento en uno de los principios de Artaud: la idea del teatro como "una relación mágica y atroz con la realidad y el peligro".

Lo curioso en el caso de Piñera está en que sus convicciones y obsesiones dramáticas, tempranamente maduras ya en Falsa alarma y Electra Garrigó (1948) y llevadas a la máxima plenitud en Aire frío (1958-59), precedieron a los momentos más representativos del teatro del absurdo por parte del rumano-francés Eugene Ionesco y el irlandés Samuel Beckett. Dicho de otro modo, una historia no eurocéntrica del teatro occidental contemporáneo tendría que legitimar a Virgilio Piñera en el vórtice de uno de los principales hitos renovadores de la escena mundial.

Como todo lo que se mueva en el campo del absurdo, la trama de El flaco y el gordo no debe tomarse en tanto posibilidad real, sino como parábola. Aunque Piñera no fuera muy dado a los discursos moralizantes, más bien a todo lo contrario (la transgresión, la desmitificación, la exaltación de la otredad), en la construcción excéntrica de esta obra, por debajo de una anécdota temible y pantagruélica, se advierte una toma de partido ética. No puede ignorarse que El flaco... fue escrita en 1959 bajo la carga de un pasado de angustias personales y frente a las interrogantes de un cambio social inédito e inquietante para un hombre que había vivido en las márgenes.

La puesta en pantalla de Nohemí Cartaya enfatizó estos supuestos virgilianos hasta la redundancia: la reproducción caricaturesca de las muy evidentes referencias al famoso dúo cómico de Stan Laurel y Oliver Hardy, la construcción pop de la escenografía y la ambientación, la desubicación temporal, el subrayado extrañamente naturalista de los procesos físicos de los sueños y la alimentación y la exigencia de una cuerda paródica en las actuaciones, la caligrafía nerviosa y atribulada de la edición, la demasía complementaria de la banda sonora. Surrealidad y escatología como platos servidos en un banquete de tintes fuertes.

Fue en ese inequívoco entorno —polémico pero inquietante como inusual ejercicio televisual— que se hicieron congruentes las actuaciones de Fernando Hechevarría y Jorge Félix Alí. Este último reafirmó su extraordinaria clase. En el caso de Fernando, nos alegramos por haberse hecho justicia a sí mismo en una pantalla doméstica a la que debe ser llamado por lo que ha demostrado ser en las tablas, desde su paso por el Escambray hasta sus trabajos con Carlos Díaz en El Público.

22/08/2002

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