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Titicaca, espejo de un pueblo ROGER RICARDO LUIS Al decir de muchos bolivianos: "Dios no nos ha devuelto el mar, pero nos ha dado el Titicaca". Tres horas de viaje, desde La Paz a Copacabana, bastan para comprender qué representa ese lago para la nación que fundó Bolívar.
Ni siquiera los números son
capaces de reflejar su magnitud: Aquí la vista se regala, dichosa, la apoteosis del azul limpio, restallante; es el gran espejo irregular donde el cielo se mira en los días en que enamora al Sol. Que nadie piense que el lago es siempre mansedumbre. Olas y tempestades gigantes se generan en sus aguas como voces seculares de volcanes insomnes, como furia de terremotos que salen a la superficie tras nadar en sus gélidas aguas. Muchos piensan que el Titicaca es el alma andina. La leyenda dice que de sus aguas emergió Manco Cápac, el primero de los incas. COPACABANA Y LA VIRGEN Al montar en la lancha en el embarcadero del paso de San Blas, camino de Copacabana, pocos se resisten a mojar las manos en el lago, quizás con la idea de corroborar la certidumbre de saberse sobre sus aguas, tal vez con la feliz certeza de ver cumplido un sueño. Allí, en este canal natural de apenas 500 metros, observo las primeras lanchas patrulleras de la Marina de Guerra Boliviana, encargadas de custodiar la frontera con Perú. En esas unidades de superficie está también simbolizado el irrenunciable derecho del pueblo boliviano a volver a tener costa en el Pacífico. De ahí, media hora de
carretera a Copacabana, de unos La ciudad es hija del lago. De su franja de arena, donde se afincan los pequeños espigones de madera, nacen sus callejuelas empedradas para remontar el cerro donde se asienta la Catedral de Nuestra Señora de Copacabana, transformada muchas veces desde que los franciscanos la erigieran en el siglo XVI. En el monumental altar barroco están vaciados también el oro y la plata del Potosí. El verdadero tesoro de la diócesis está en su misma historia, recogida en el museo: pinturas de autores anónimos de las escuelas cuzqueña, potosina y paceña que datan de los siglos XVI al XVIII; valiosas ofrendas dedicadas a la Patrona de Bolivia, entre otras reliquias. Frente a la catedral de austeras líneas, está la plaza que, desde muy temprano y hasta bien entrada la noche, se viste con los colores, las costumbres y el vocerío de los artesanos aymaras, predominantes como población autóctona. Ellos dan autenticidad y continuidad a la historia y tradición del lugar. Aquí está presente la sorprendente arquitectura del barro. En ese entorno conviven hostales y boliches para peregrinos y turistas, centro de una vida económica que ha venido desplazando a la pesca tradicional de la trucha. Otro de los polos de atracción es el cerro de El Calvario, de unos 350 metros de altura. A la cima se accede tras andar una escalinata de piedras; al llegar, el premio es una vista espléndida de la pequeña ciudad y del Titicaca. Es un sitio de peregrinación donde, a la vera del sendero, creyentes y vendedores coexisten bajo cómplice y necesaria profanación. Embarcaciones de todo tipo navegan por el lago con turistas y pescadores; unos, camino de las islas donde se dice hay mágicos poderes ocultos; los de anzuelo y red, en busca del precario sustento arrancado a las aguas. Ya resulta una rareza encontrarse navegando una totora, singular embarcación hecha exclusivamente de esa planta que crece hacia las zonas bajas del acuatorio. Los uros, pueblo autóctono que vive en islas flotantes hechas con esas fibras vegetales, se han ido replegando hacia parajes más remotos dentro del lago; otros, en cambio, señalan que van a marcha forzada hacia la desaparición ante la colonización imperceptible y despiadada de la modernidad. |
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