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Las muertes de Marilyn ROLANDO PÉREZ BETANCOURT Como si fuera una secuencia rodada ahora mismo, recuerdo aquella noche del 5 de agosto de 1962 en que siendo un muchacho aprendiz de caja en el periódico Hoy entinté una página confeccionada en plomo, puse sobre ella un papel mojado y accionando un pesado rodillo de goma saqué la primera prueba para los correctores.
En unos días se cumplirán cuarenta años de aquella muerte misteriosa, cuyas causas escalonadas aparecen resumidas en las enciclopedias como manipulaciones de los estudios, depresiones, pérdida de la memoria, somníferos y suicidio. Es cierto que un poco de eso hubo, pero evidencias, investigaciones, libros, estudios publicados en todos estos años demuestran que entre las sábanas revueltas de la cama donde fue encontrada Marilyn, también había trazos de la CIA conspirando, el FBI echando tierra, la mafia enviándole recados a través de Sinatra, los Kennedy, nerviosos amantes, con aquel Robert visitándola horas antes de la tragedia, la Jacqueline ofendida (¿cómo soportar la canción ofrecida al marido por la rubia en la misma Casa Blanca?), el vicepresidente Johnson igualmente colocando su granito de arena para evitar que la actriz, tal a amenazas formuladas, pusiera al descubierto una tendedera de trapos sucios demasiado vinculada con el sistema. Crimen o suicidio, a esta altura no se sabe. Pero aunque no aparezca registrada la figura en ningún libro de leyes, en el caso de la Monroe fueron tantas las presiones, las sombras que sobre ella se emboscaron, que no hay mucha diferencia entre una y otra formas de pasar a la muerte. Decir que América la hizo y América la destruyó es algo más que repetir lo que hoy pudiera parecer la retórica de un concepto. Pobre niña violada, hija de padre desconocido, la Norma Jean que luego sería Marilyn apareció en el momento histórico de darles vida a nuevos símbolos. Una necesidad de gran nación donde se mezclan lo legendario y lo comercial: la Coca Cola, la McDonald, el Empire State, el cowboy, el gángster, el carro inmenso para recorrer las grandes distancias de un país inabarcable, y la mujer simple, vulgar, seductora, que conquista a los hombres gracias a sus cuerpo, ingenuidad y escaso cerebro. Una fórmula mental esta última que había empezado a gestarse en aquellas postales de mujeres desnudas, que en la Segunda Guerra acompañaron en sus mochilas a muchos soldados norteamericanos, y que finalizada la contienda se convirtieron en moda más depurada, mediante el color, llevadas también a almanaques y portadas de revistas. Fue ahí donde Marilyn enganchó el tren. Su foto en la portada del primer número de Playboy, publicación que haría millonario a Hugh Hefner, apuntaba hacia una nueva era cerebral en el país que se desencadenaría diez años más tarde. Los estudios se fijaron en la pin-up girl. La llamaron, le reformularon el corazón y los sesos y la hicieron nacer de nuevo. Con los años, Marilyn, sus matrimonios, escándalos y romances se convertirían en el símbolo redondo de lo fabricado. Efigie generadora de seguidores, modas y muchas ganancias. Solo que al ser de carne y hueso, la estrella no podía permanecer impertérrita como el Cañón del Colorado o la Estatua de la Libertad. De ahí que cuando un día quiso ser otra, estudiar, actuar, le amarraran piernas y brazos y le pusieran un Mississipi delante. Algo logró, no obstante. Sin embargo, Marilyn Monroe, su esencia, no pasará a la historia del cine como buena actriz ni cantante, sino como un fenómeno del glamour inflado y difundido en imágenes a los cuatro vientos. Figuración provocativa de la buena hembra que sin muchos inconvenientes está dispuesta a saltar al lecho. Dulce, vulgar, tontuela, a imagen y semejanza de cómo la propaganda le enseñó a soñar a los hombres de una época. |
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