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14/04/2002
Portada de hoy

Vida, pasión y olvido del cuplé

PEDRO DE LA HOZ

Nada extraño tiene que por estos días, con una Sara otoñal acubanándose por los cosquilleos de la carne y el corazón, andemos de cuplé en el cine (un ciclo completo en el Riviera), la televisión (tarde en la noche de miércoles con audiencia noctámbula asegurada) y la radio, entre cármenes y violeteras de argumentos lacrimógenos, inundados por la nostalgia, e imantados por la belleza de un rostro y la exuberancia de un cuerpo que compensaron en su tiempo el vacío de la voz.

Raquel Meller quiso saberse siempre más allá del cuplé.

Antes, mucho antes de las películas y los discos de la Montiel, el cuplé ya había cruzado aceros con la tradición sonora de la Isla, en sus idas y vueltas de una a otra margen de la mar océana. Ya no podía ser de otro modo, cuando tanto en Madrid como en La Habana, la escena musical de fines de siglo XIX y las primeras décadas del XX se definió, en sus rasgos vernáculos, mediante estéticas costumbristas y circunstanciales, donde el sainete y la revista de variedades consagraron el día a día entre uno u otro estreno de zarzuelas.

Fue entonces que en España se puso de moda el cuplé. Todos sabían qué era pero casi nadie se atrevió a conceptualizarlo. Las musicólogas cubanas Victoria Eli y María de los Ángeles Alfonso, que han estudiado muy bien los intercambios entre Cuba y España, coinciden en que "el cuplé no ha sido totalmente definido; se le asocia a diversas formas expresivas de la canción, con inclusión de partes habladas y sobre todo una nutrida carga de representación", a la vez que lo asocian a apropiaciones de la canción andaluza, los valses, las polkas y las habaneras. Se acuñaron entonces los términos de género ínfimo o género frívolo para el entorno cupletero.

El cuplé, en sus inicios, reflejó el carácter sexista de la industria cultural de la época: canto en la voz de mujeres hermosas para públicos masculinos. El olor de la hembra para embriagar al macho. Luego se convirtió en artículo de familia, en amplio consumo popular para el gusto de todos. Pero el cuplé siguió siendo cantado solo por mujeres.

Y así fue cómo trascendieron hasta la pasión y el morbo las figuras legendarias de la Fornarina, la Argentinita y, claro que sí, una cubana, la Chelito, la Bella Chelito, nacida como Consuelo Portela hacia 1885 en Placetas, a quien un cronista de la farándula madrileña calificó como "cupletista con cara de buena que decía enormidades bárbaras".

Chelito, que con el tiempo y luego de haber engrosado su esbelta figura a base de potajes y fabadas devendría en próspera empresaria de bataclanes, tuvo el mérito de fundir el cuplé con la rumba, y de hacerse aplaudir por públicos desorbitados cada vez que daba la espalda al lunetario y movía su cintura al ritmo de la percusión.

Siempre hubo la creencia, sin que razones falten, de que para brillar como cupletera la voz era lo menos importante. La excepción se llamó Raquel Meller. Como ella nadie ha transmitido el aura seductora y a la vez decadente del género. Internacionalizó el cuplé desde Nueva York a París, desde Buenos Aires a Roma y son irrepetibles sus versiones de El relicario y La violetera. En parte por vanidad, en parte por dignidad, alguna vez dijo: "Yo no soy cupletista ni tampoco cancionetista: soy Raquel Meller".

Unos dicen que la modernidad acabó con el cuplé. Otros que fue el agotamiento de una frágil estética. Y no faltan los que señalen con dedo acusador la progresiva norteamericanización de los usos culturales en el seno de la sociedad española. Las películas de Sara Montiel fueron el último y masivo intento de revivir el cuplé, antes de que se hundiera en el pantano de la nostalgia, en el limbo de las reminiscencias folclóricas.

 

14/04/2002

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