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09/04/2002
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Combate final a pleno sol

ERNESTO VERA

El físico de Marcelo Salado era el menos conveniente para luchar en la clandestinidad. De estatura media, su cuerpo musculoso denunciaba al atleta campeón de caza submarina en 1956 y al profesor de educación física que ejemplificaba en sí mismo la orientación de sus clases en la escuela La Progresiva de Cárdenas. En las semanas iniciales del año 1957, al llegar a La Habana, hace los primeros contactos con compañeros de la prensa clandestina del Movimiento 26 de Julio. Colabora en todo, incluido el doblaje del periódico Revolución, que se hacía a mano. Desde entonces impresionó porque su mente era aún más perfecta que su apolínea figura. Irradiaba transparencia e inspiraba confianza.

Sereno, reflexivo, de pensar científico, ayudaba en cualquier acción mientras elaboraba planes de gran envergadura. Era visible ya el jefe que sería en corto tiempo. A veces daba la impresión de tener un temperamento frío, inalterable, más bien inclinado a teorizar. Fue el que más analizó la característica del clandestinaje y la necesidad de no violar sus reglas, desde la ropa, el corte de pelo, la forma de caminar, siempre enseñando cómo dar la imagen de persona que no llamara la atención, que pasara inadvertida.

Una vez, preso en el vivac del Castillo del Príncipe, reaccionó con violencia ante la expresión irrespetuosa que un sujeto hacía de los revolucionarios. El personaje pertenecía a los que llamaban presos por casualidad, muy conocido por su forma provocadora de actuar. Aquel empujón que le hizo deslizarse varios metros por el piso del pasillo de la prisión, ayudado por su corpulencia fofa, fue una fiesta para todos, menos para Marcelo. La vergüenza que sintió por haber hecho uso de su fuerza contra otra persona, no lo dejó tranquilo durante varios días. Por supuesto, para ello no utilizó ni el cinco por ciento de la fortaleza, pues era tal que todos los días hacía la "bandera" en las rejas de la cárcel, que consistía en poner su cuerpo totalmente horizontal, apoyándose en los brazos.

La conferencia que brindó a sus compañeros de prisión sobre el futuro del deporte en nuestro país, cuando triunfara la Revolución, adelantó lo que en ese sentido hemos vivido con infinito orgullo. Esa constituía su faceta principal, soñar en combate.

Nada le era más agradable que invitar a algunos de sus amigos más cercanos para saborear la salsa de cabeza de perro —pez con ese nombre— que él preparaba al estilo de su Caibarien natal. De ser "cangrejero" vivía orgulloso.

Aquel 9 de abril de 1958, último día de su vida, el testimonio del hermano y compañero de luchas, Pedro Julio, nos lo retrata con toda la plenitud que alcanzó en su audacia final. Marcelo, al comprobar que habían fallado factores comprometidos en apoyar la huelga, decide salir del apartamento número 76 del edificio de G y 25 para exigir responsabilidades. Oscar Lucero y otros combatientes que lo acompañan tratan de persuadirlo de que espere hasta tener una mejor idea de lo que sucede. Poco tiempo se queda. Después de recostarse con las manos detrás de la cabeza, se levanta y plantea que no espera un minuto más. A lo más que accede es a salir con la compañera Ramona Barber. Ese día se había afeitado el bigote y quitado los espejuelos con los que cambiaba algo su apariencia. Quería ser él mismo sin la menor desfiguración.

Pocos metros avanzó al salir del edificio. Fatalmente es reconocido y asesinado inmediatamente en esa misma esquina. Su último gesto, al percatarse rápidamente de que lo van a matar, le permite evitar que la compañera caiga también, indicándole que continúe. Un traidor, de esos pocos que hubo, que viajaba junto a la policía para identificar a los revolucionarios, lo señaló. No le dieron el alto, no lo detuvieron, lo asesinaron con toda frialdad. Era el miedo de la mezcla de traición y crimen, lo que accionó el arma que le quitó la vida al joven que muchos de los combatientes consideraban un anticipo de lo que sería el hombre integral del siglo XXI.

Marcelo era la vida misma, con toda su alegría y responsabilidad, con la sabiduría e inteligencia que nacen del sentir más afectuoso. Ese día se olvidó de sus propias enseñanzas para salvar la vida de sus compañeros porque tenía muy presente el deber de un jefe revolucionario. Lo cumplió dando su vida a pleno sol, con rostro propio, de valentía y bondad, de pensador y combatiente. Sabía que no podía perder esa batalla y tenía que ganarla con vida o sin ella, como sucedió. Su triunfo mejor es el de hoy, mediante el ímpetu de la juventud cubana en Revolución, con el mismo liderazgo al que siempre fue leal Marcelo.

09/04/2002

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