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El Consenso de Monterrey Aprobación rechazada JOAQUIN RIVERY TUR
Formalmente, muchos países de Asia, África y América Latina no dijeron ni una palabra contra el documento cuando el presidente mexicano, Vicente Fox, preguntó si había alguna opinión en contra. Porque ese es uno de los problemas del consenso: no se somete a votación, sino simplemente se ausculta. El estetoscopio, en este caso, no era de la mejor calidad. Porque frente a la aprobación hubo tantos y tantos opositores que es una verdadera contradicción. La insatisfacción del Tercer Mundo fue bastante generalizada, pero una postura en contra podría significar perder algunos dólares de importancia. Estaban prácticamente obligados a callar. Realmente, para impedir el desarrollo de gran parte de la humanidad fuera de la doctrina ideológica y económica neoliberal, hubo un frente férreo armado por Estados Unidos, colocando ante las naciones el muro del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio. Los países desarrollados formaron un escudo con esas organizaciones y colocaron en el Consenso de Monterrey condiciones abrumadoras para los países que reclaman recursos para el desarrollo. Los satisfechos del mundo revelaron una difícil y humillante forma de comprender a los más pobres. En su discurso en el segundo día —día de entrar por la puerta de atrás con unos miedos atroces—, Bush habló mucho de libertad, pero de una libertad condicionada a la adopción de recetas tomadas de la escuela de los ajustes estructurales. Para él —y para algunos más—, el término de democracia está atado al compromiso de cualquier país de adoptar la apertura absoluta a las inversiones extranjeras (aunque sean especulativas y dañinas), a los productos extranjeros, a la cultura extranjera. El Consenso de Monterrey es así. Todo adaptado a la comprensión de Washington, a sus intereses, y por eso el que se cree el amo del mundo reclamó de los subdesarrollados —si aspiran a alguna parte del dinero que ofrece— a que realicen los cambios políticos, jurídicos y fiscales necesarios para continuar el neoliberalismo. La Conferencia sobre Financiación para el Desarrollo fue en ese sentido un completo fracaso. Los poderosos salieron con la convicción de que no gustó a los más, y hasta el Primer Ministro de Bélgica llamó banal al documento y se lamentó públicamente de no tener derecho a proponer ninguna enmienda. Muy pocas veces se produce una reunión internacional así. Siendo un documento de sostén neoliberal, el mercado reina entre sus líneas y en su espíritu como una amenaza real, testificada por una Argentina apaleada por los ajustes estructurales y de la cual los quejidos de su presidente Eduardo Duhalde resumieron un poco el lamento que queda para muchos: "Por eso mi último llamado a esta Conferencia es un llamado a la ilusión". Hubo disenso de muchos y reclamos de más. El Consenso de Monterrey no fue aprobado, fue decretado. Días antes de iniciado, cuando circularon rumores de que muchos países estaban pensando en introducir cambios importantes en el texto, Washington inmediatamente reaccionó dejando bien claro que no pensaba reabrirlo para enmiendas de ninguna índole. Era la mayor prueba de quién manejaba los asuntos de las negociaciones. Estados Unidos había decidido que así estaba bien. El mundo atrasado no tenía derecho a variar nada. El adelantado tampoco. El neoliberalismo era coronado. Pero las naciones desarrolladas mantienen un sistema rígido de protección para productos agrícolas que no podrían competir con los del Tercer Mundo. Nada menos que 1 000 millones de dólares diarios van dedicados a esos fines. Por tanto 5 000 millones de asistencia oficial al desarrollo en un año son menos que una migaja. Estados Unidos, el país que más libertad de comercio exige para sus productos, no duda ni una fracción de segundo en elevar en un 30 % los aranceles del acero planetario cuando sus propias industrias no pueden competir por obsoletas. Estados Unidos, el país que más libertad de comercio exige para sus productos, frena las mercancías de cualquier parte con una red muy fina de barreras no arancelarias para reducir la competitividad del Tercer Mundo. Esa guerra siempre es sucia. La altanería y la poquísima visión de Bush quedaron bien de manifiesto en la situación que provocó al presionar enormemente al gobierno de México para tratar de evitar que Fidel estuviese presente en Monterrey. Ningún presidente norteamericano anterior había experimentado tal grado de capricho basándose en todo el poder militar y económico de la superpotencia. A ninguno de sus predecesores que pasaron por la Casa Blanca desde 1959 se le ocurrió nunca algo semejante y su propio padre estuvo en 1992 en la misma Cumbre de Río en que participó Fidel sin mostrar ese pánico a un encuentro que no era posible, salvo que él mismo lo pidiera. La Conferencia puso en duda otro principio de aceptación universal. El precepto de la ONU de que todos los estados son iguales, ¿se aplica en todos los eventos de Naciones Unidas o no? En Monterrey, ese principio de la Carta de Naciones Unidas fue ignorado cuando se dio a Cuba un trato distinto a los demás, discriminatorio. ¿Habrá próximos eventos de la organización mundial en que Estados Unidos vete por antojo a alguna nación? Es muy difícil que la membresía de la ONU entienda ni acepte semejante actuación, pero de todas formas es conveniente que sus miembros estén muy vigilantes para prevenir futuras brutalidades diplomáticas norteamericanas. Una repetición sería mortal. |
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