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![]() La tabernera del puerto PEDRO DE LA HOZ Toda compañía que se respete cuenta con La tabernera del puerto en su repertorio de zarzuelas y el Teatro Lírico Nacional de Cuba no iba a ser la excepción. Pablo Sorozábal, quien se distinguió por ser él mismo un magnífico director en la escena musical madrileña de la primera mitad del siglo pasado, concibió con La tabernera... (1936) uno de sus títulos más consistentes, apoyado en un libreto de Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw que recrea el romance como forma literaria y aporta, en consecuencia, pasajes poéticos que el compositor realza con su dominio de la melodía y los aires más auténticos de su tierra.
La puesta en escena del último fin de semana en la sala García Lorca, del Gran Teatro de La Habana, permitió confrontar algunas de las voces que se van instalando en la realidad lírica cubana de nuestros días. Las bases de una carrera profesional se hallan en el contacto frecuente con la escena y el espíritu de superación en cada salida al ruedo. Esa parece ser la inspiración principal del tenor Manuel Riopedre, quien sacó adelante en todas las funciones un muy digno Leandro, recompensado por un público que supo aquilatar la prueba de fuego de interpretar una de las piezas más difundidas del repertorio zarzuelero nada menos que por Plácido Domingo ("No puede ser..."). Milagros Soto, el domingo, incursionó con buen temple vocal su Marola. Ambos demostraron un creciente dominio de las exigencias del género, aunque deberán trabajar más en la naturalidad de la expresión escénica. Con el oficio de haber cantado por tiempo en el coro, el barítono Alejandro García Márquez, al margen de que su color vocal es pálido, mostró una sorprendente solvencia en su Juan de Eguía: siempre audible y metido bajo la piel de su personaje. Si hubo una revelación en la última función fue la de Teresa Huisi en el coplero Abel, diáfana la voz y con encaje de estilo. El dúo cómico de Alberto Llovet y Lourdes San Andrés trató de remontar el handicap de un humor que hoy por hoy a los cubanos nada dice mediante la apelación a un tinte grotesco en sus proyecciones escénicas. Nelson Ayoub (Simpson) mostró su calidad de bajo, quizá exagerando el vibrato. Una producción de este tipo corre el riesgo de las penurias materiales por las que atraviesa la industria cubana del espectáculo, por lo que exigir perfección al vestuario y a la escenografía sería una utopía. Pero ello no quita que se pueda pedir rigor en ciertas concepciones. La navegación y la tormenta del comienzo del tercer acto resumen la quintaesencia del kitsch, lo que en aras de la sensatez y la sensibilidad contemporánea nunca debió hacerse. La puesta de Humberto Lara evidentemente cuidó más la interrelación entre los papeles protagónicos que las escenas de masas, plagadas de movimientos parásitos y atisbos coreográficos más propios de una tabla gimnástica que de una representación teatral. En el lado de los buenos propósitos quedó la dirección musical de Giovanni Duarte, nueva figura en la conducción orquestal que presentó credenciales con una lectura clara de la obra. |
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