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25/02/2002
Portada de hoy

Arena en los ojos

ROGELIO RIVERÓN

Como letra y música en las canciones del español Manolo García, se aglutinan forma y contenido —esos manoseados conceptos— en la prosa de Guillermo Vidal Ortiz. Así lo corroboro, acabada la lectura de su última novela, que está siendo presentada en la Feria del Libro por la editorial Oriente.

Ella es tan sucia como sus ojos resulta un libro con sabrosas trampas, una de esas novelas que dosifican ingredientes, no importa si conocidos, si de sostenido empleo, y terminan impresionándonos con la manera en que han ordenado el material literario. Guillermo Vidal (Las Tunas, 1952) se ha hecho de un estilo coloreado, sobre todo por el juego y el desorden. Me refiero a un desorden a propósito, que va desde la alternancia de los tiempos del relato hasta el empleo del lenguaje. El verbo de Vidal es dúctil y suspicaz. Pareciera que recurre sin descanso a los tonos populares y, sin embargo, después uno descubre toda una elaboración de cadencias para enamorarnos los ojos.

Pero no hay por qué desentrañar tan concienzudamente la simple técnica, si al final uno no va a invitar a la lectura. O a eludirla, si hace falta. Ella es tan sucia como sus ojos es un libro para el placer del buen lector. Con escenarios pueblerinos y enredos que suben como penachos de espuma a medida que se suceden las páginas, esta novela bosqueja la aridez que suele acompañar a las malas vidas y, al mismo tiempo, la tozudez con que podemos colgarnos del pasado. O simplemente de la existencia. Personajes que no han recibido halagos del destino, tampoco se preocupan por esos aleccionamientos con retraso que a veces manchan las buenas intenciones literarias. Una biblioteca, algunos crímenes, esperanzas pospuestas, aunque, ciertamente, no depuestas, son aderezos que resultan en parábolas, en imágenes de vida y de arte.

Guillermo Vidal se ha confesado en busca de un lector ingenuo que lo lea sin otro compromiso que el deseo. Pero la ingenuidad que menciona no es la absurda carencia de discernimiento, sino la ausencia de pretensiones eruditas. Se trata —entiendo— de un lector sin prejuicios que otorgue a sus libros el complemento de su propia personalidad y, acaso, los cuestione desde una posición enteramente vital. Así los querríamos todos. Máxime cuando nos sale una novela como esta, que, tras el ríspido camino, nos deja pensando.

25/02/2002

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