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01/02/2002
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Premio Nacional de Edición 2001

Heras y el fuego compartido

ROLANDO PÉREZ B.

El egoísta es como el agua de mar: se le puede paladear, pero no tragar.

De pequeños, cuando todavía los adultos cierran porterías para que las palabrotas duras no lleguen a los oídos de sus hijos, el vocablo egoísta, granítico, infamante, es uno de los primeros que se alza en vilo para desclasificar a un compañero de juegos.

Una vez crecidos, aprendemos que ese excesivo amor que uno se tiene a sí mismo y que lo hace actuar desmesuradamente en su propio beneficio, olvidándose de los demás, es algo repudiado desde las heladas de la incivilidad, cuando el hombre dio un paso hacia la bondad, al ofrecerle la mitad del fuego recién descubierto a otro hombre.

Ya en el campo artístico, de la creación, el término se suaviza, se hace más tolerante, debido a que el tiempo para crear hay que defenderlo como un perro a su mejor hueso, máxime cuando nunca falta el desconsiderado carterista —que ni escribe, ni toca trompeta, ni pinta flores— dispuesto a robar ese tiempo.

Soledad y aislamiento en función de la obra, justificando un tipo de egoísmo imprescindible, al cual, sin embargo, algunos están dispuestos a renunciar en largos períodos, no con el dolor de una pérdida irreparable (¡esa suma de los momentos!), sino poniendo de manifiesto la satisfacción del que tiene, atesora, pero comparte.

Ese el caso de Eduardo Heras León, el Chino Heras, quien dentro de pocos días, en la XI Feria Internacional del Libro, recibirá el Premio Nacional de Edición 2001.

Considerado uno de nuestros grandes escritores (bastaría con mencionar Los pasos en la hierba), el premio que ahora recibirá Eduardo reconoce cuatro décadas de labor en diferentes editoriales del país.

Todo el que haya tenido la suerte de tener al Chino como editor, sabe que su cometido es una nota inmejorable sostenida a través de los años. Hombre culto, avispado, dueño del necesario detector del que hablara Hemingway para barrer aquello que, pudiendo parecer bueno es en realidad inmundicia, hay que agradecerle su esgrima persuasiva para señalar defectos y sugerir cambios desde una amabilidad convincente. Jamás afincado él en la aplastante carga de un preceptor que solo considera bueno lo que se escribe a partir de sus ideales estéticos, sino situándose siempre en el mundo del otro, e incluso, presto a aprender de este.

Ese don lo ha acompañado también en su larga carrera como profesor y que en la actualidad lo encuentra como responsable del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, desde donde ha realizado una encomiable labor pedagógica, de la cual muchos pudieran dar cuenta, pues precisamente a su cargo estuvo la dirección del primer curso impartido en la televisión, en esa ya imprescindible Universidad para Todos.

Un libro editado por Heras lleva el sello de una calidad intrínseca.

Habría que ver en este premio, sin embargo, no solo el trabajo profesional relacionado con una tarea que ya tiene garantizado un fin en la imprenta, sino también a alguien dispuesto a renunciar a los egoísmos de la soledad creativa para encaminar hacia el análisis, o leer él mismo, con una rigurosidad pasmosa, un original que le ponga en la mano el más desconocido aprendiz de escritor, proveniente del más lejano de los pueblos.

A ese acto de desprendimiento mantenido a lo largo de una vida, generosidad sin límites de un intelectual que bien pudiera cocinarse, día a día, en la salsa de su talento, habría que premiar también algún día.

01/02/2002

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