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30/01/2002
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Premio Casa de las Américas

El delirio del método

Alberto Laiseca, un novelista excepcional

Pedro de la Hoz

Foto: ARNALDO SANTOSCuenta con esa facilidad de algunos de los más prominentes escritores argentinos de inventarse mundos paralelos que funcionan como espejos de la realidad. Pienso en el Leopoldo Marechal de Adán Buenosayres, la más mítica de todas las novelas porteñas, o en Julio Cortázar de Rayuela, con la irrepetible odisea intelectual que marcó con su estilo una época, o en Manuel Mujica Lainez, con el principio y fin de Bomarzo. Alberto Laiseca inventó Los Sorias desde la mitad del siglo pasado y sobrepasó los límites de la imaginación. Ni las coordenadas orwelianas ni la Tierra Media tan de moda de Tolkien. Los Sorias es la saga perversa de un mundo desgraciadamente a la medida de este mundo de destrucciones y avasallamientos, una novela que encierra todas las fábulas posibles, y al mismo tiempo fábula que acompaña el destino de este escritor insólito en la literatura latinoamericana contemporánea, de cuerpo presente, con sus 60 años a cuestas y su mirada de noble vigía, en Cuba con motivo del Premio Casa 2002.

— Casi puedo decir que Los Sorias es la obra de mi vida 
—cuenta Laiseca en una de las conversaciones que rompen el círculo de su timidez de gigante que en el orden personal gusta de pasar inadvertido. Durante años hice varias versiones y ninguna me pareció bien hasta que hallé el tono y fueron apareciendo páginas y páginas. Imagínate, 1 900 folios. Sí, una década de escritura y luego otro tiempo y más para publicarla. Los editores le tomaban miedo a su tamaño hasta que hubo uno que se arriesgó: fueron pocos los ejemplares. De modo que es una suerte que hayas podido leerla. En mi país es una novela mucho más comentada que leída, de eso estoy seguro.

¿Novela histórica o pura y mera ficción?

Ni lo uno ni lo otro. Sin la historia del último siglo, la novela no hubiera sido. Sin las locuras de la ficción, tampoco. Una alimenta a la otra y la otra se parece demasiado, quizá peligrosamente, a la primera. Imaginé estados políticos que no existen, pero que son reconocibles en los estados de nuestro tiempo, religiones y ritos de cuño propio, pero que nos remiten a religiones y ritos de nuestra época, dictadores que se hermanan a los que hemos padecido.

A Alberto parece importarle poco la bien ganada fama de su novela (obtuvo en 1998 el codiciado Premio Boris Vian); lo que realmente le interesa es que se abra camino como incitación. El desbordamiento imaginativo se hace acompañar de la agudeza en sus cuentos de Matando enanos a garrotazos (1982), en la novela La hija de Kleops, o en otra de sus muy comentadas novelas, La mujer en la muralla china, cuyo poder fabular fue muy elogiado por la crítica.

Su última publicación, El gusano máximo de la vida misma, también ha dado qué hacer. De ella ha dicho a la prensa porteña: "Creo que El gusano... es uno de mis mejores ejemplos de lo que llamo realismo delirante. Consiste en mostrar la parábola mediante el exceso, porque el alma de la realidad se encuentra en sus límites, allí donde se llevan las cosas a sus últimas consecuencias. Estoy encariñado con los personajes de esta novelita: con mis flacas erotizadísimas y mentirosas, con mis necrófilos, ratas de Noruega y Aberdeen (campeonas, como para una exposición en la Rural), sapos finísimos y sabios locos. La gorda Dorys, la reina de las cloacas de Nueva York, es mi alter ego. O al menos, lo fue durante bastante tiempo. Muchas veces, a lo largo de mi vida, sentí que yo también leía las obras completas de Shakespeare (en un tomo roñoso) frente a mi ejército de menesterosos y ratas mágicas."

Esto de crear un término que resume su experiencia estética, realismo delirante, ¿acaso no encierra una contradicción?

Es que la vida misma es contradictoria. Somos seres reales y a la vez delirantes. Todos los escritores que admiro son aquellos que caminan con los pies sobre la tierra y la cabeza por las nubes.

Repaso la ficha del escritor y me doy cuenta de que él es, en sí mismo, el mejor ejemplo de su doctrina. Y para dejar constancia de ello, mientras compartimos frutas y café en una mañana cienfueguera, Alberto me habla, desde su estatura de jugador de baloncesto, coronada por bigotes de manubrio de una Harley Davidson, de la infinita posibilidad de criar codornices en el trópico.

Ya sabes, en cualquier momento me instalo aquí, en esta isla. Esas son mis aventuras preferidas.

Y ríe como un niño bueno.

30/01/2002

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