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![]() Lecturas Tras el rostro del soldado ROGELIO RIVERÓN Parece que la poesía hecha en décimas es inagotable. Tiene una opulenta manera de reencarnar y la distancia entre las décimas cantadas y aquellas que con más libertad llamamos literatura es cada vez más sutil; se basa en la expansión, no en un juego de opuestos. Esa vertiente escrita exhibe, por causas diversas, un auge sincero y con amagos de durar lo que duran las tradiciones reales. De entre los decimarios de más reciente publicación me place comentar el que Yamil Díaz Gómez ha titulado Soldado desconocido (Ediciones Capiro, 2001), que le sirvió, entre otras cosas, para ganar el premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, en el 2000. Este libro, que es de por sí una especie de pelea con el decursar, no se ha olvidado de que la tradición no resulta siempre lo más visible, ni es tampoco un lugar de fronteras herméticas. Aprecio ese estira y encoge entre sus imágenes, a veces tranquilas, presumibles, y otras veces arriesgadas, llegadas de las zonas más anchas de la poesía universal, del folclor y de la Historia. En Soldado desconocido se visita lo pasado de un modo que llamaríamos rabioso, de no ser por ese tono lírico que, como siempre, otorga a la poesía una credencial de testimonio, de vivencia. Claro que algo sabemos sobre los poetas y su derecho a fabricar contextos, aún —o precisamente— a expensas de nuestra fe de lectores. Son hermosos, de cualquier forma, los escenarios de este soldado incansable que no permanece en lo que se cumplió, pues Yamil Díaz trae al libro atinadamente otros de sus temas fetiches: el tiempo, la muerte, el amor. La décima cubana ha gozado de una bella egolatría cuya paternidad, para ser justos, no le pertenece. Me refiero a esa insistencia en las autodefiniciones que nos presentan al Yo lírico como una entidad suficiente, aunque sea desde la negación. Soy el amor poderoso / y tú la esperanza vana; / tú eres la nieve, la cana, / yo soy un sol luminoso... cantaba un poeta popular espirituano hace más de cuarenta años. Yamil Díaz, por su parte, desea sumarse a estas maneras, si bien su gesto es casi un lamento. Un lamento que se da a filosofar y mantiene, sin embargo, ese despliegue de frescura que viene de las buenas décimas, acaso porque su cadencia sigue enlazada con la entonación popular: sus versos han querido fluir desde el lirismo y la nobleza y esta es una prueba: Yo soy el muerto. Mi casa / muerto a muerto se disuelve. / Soy la añoranza, que vuelve. / Yo soy el tiempo, que pasa./ El álbum: sólo una brasa / que a la derrota se afilia. / Cuando a la eterna vigilia / siento que salgo de viaje, / yo soy mi propio equipaje, / yo soy mi propia familia. La lectura de este libro me ha recordado que de alguna manera uno es propenso a la nostalgia y, como contradiciéndose, a la delicadeza. |
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