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El difícil vuelo a los
recuerdos
FELIX LOPEZ
Diez años no es tiempo justo
para encogernos el pecho de dolor. Y esos eran los que acababa de cumplir
Belkis Permuy, una de los tantos niños que quedaron huérfanos el 6 de
octubre de 1976. También eran mis años. Edad de alegría e inocencia, de
preguntas y sueños... Belkis y yo apenas habíamos comenzado el quinto
grado, pero desde entonces ella fue diferente. Creció sin sonrisa.
Por
estos días, inevitablemente, suelo repasar —como la mayoría de mis
compatriotas— las angustiosas horas vividas aquel octubre. Allí
aprendimos que el terrorismo podía cambiar, además de una apacible
mañana, la vida de muchas personas inocentes. Una bomba, otra bomba, y el
crimen inundó de luto y dolor a 57 familias cubanas, 5 norcoreanas y 11
guyanesas. Se perdían en minutos 73 preciosas vidas, ninguna de las
cuales conocía siquiera a sus verdugos.
Así es el terrorismo, sin
rostro aparente. Hasta que la madeja del crimen se desenreda y comienzan a
emerger los autores de la desgracia. Los que hicieron estallar aquel DC-8
de Cubana de Aviación, en pleno vuelo, no estaban movidos por fanatismos,
ni eran kamikazes... Aquellos, está probado, eran mercenarios a sueldo de
la contrarrevolución y el odio, asesinos de sangre fría que compartieron
el mismo espacio vital de sus víctimas, para descender en una escala
intermedia y alejarse satisfechos de lo que ya era un ataúd volante.
Por mucho que imaginemos,
nunca pasará ante nuestros ojos, con toda su crudeza, aquel escenario
infernal provocado por la primera explosión, a 28 millas de Barbados,
mientras la tripulación de la nave, a pesar de la avería, lograba
mantener el control e intentaba regresar a tierra... A unos pocos
kilómetros de la costa explotó una segunda bomba, y aquel pájaro
malherido se hundió definitivamente en el mar.
Después de conocer tan
horrendo crimen, quienes nacimos con posterioridad al triunfo de la
Revolución, aprendimos la verdadera dimensión de las palabras terrorismo
y orfandad. No porque tengan nada en común, sino porque la
brutalidad de la primera conduce, inobjetablemente, a ese estado de
pérdida que encierra la segunda.
Nadie como aquellos niños
cubanos que perdieron a sus padres, para entender el drama que viven hoy
los familiares de las más recientes víctimas del terrorismo. Para ellos,
las cenizas del Word Trade Center, en Nueva York, son la continuidad de una
era de terror que comenzó precisamente contra nuestro pueblo. Contra la
inocencia de los que no hicieron otra cosa que construir, amar, ser
libres...
Ahora, cuando decenas de
historias hablan de niños y familiares que recibieron llamadas de
pasajeros antes de que sus aviones estallaran en el aire, cuando el mundo
se sobrecoge con el dolor del prójimo y todos quisiéramos expresar
solidaridad de algún modo, uno regresa a los rostros de Virgen María,
Juan Duany y Alberto Drake, los más jóvenes del equipo juvenil de
esgrima, que abordaron aquella nave con el orgullo de sus medallas
doradas; o vuelve a chocar con la sonrisa de Magaly Grave de Peralta, la
aeromoza de 33 años de edad, que siempre regresaba al reencuentro de sus
dos niños.
Los recuerdos tienen que
llevarnos a Wilfredo, aquel joven de 16 años, que denunció ante un
tribunal el dolor causado a su familia y acusó al gobierno de Estados
Unidos por haber apoyado a los que ejecutaron crímenes como el de
Barbados. A las pruebas conocidas, este cubano sumó las declaraciones de
Luis Posadas Carriles, autor intelectual del crimen, a un diario de Miami
el 10 de noviembre de 1991: "El sabotaje fue el golpe más efectivo
que se haya realizado contra Castro".
Para ese monstruo, empeñado
en la desaparición física de Fidel y de la Revolución, no cuentan la
tristeza eterna de Camilo Rojo, que apenas contaba con cinco años cuando
él y sus dos hermanos quedaron huérfanos; de Josefina Ileana Alfonso,
que tenía 18; y Dasnay Gey, con solo nueve meses de nacida. Posada
Carriles no sabe, ni le importa, que los padres de Nancy Uranga, la bella
esgrimista, pasan sus tardes cortando rosas y contemplando un retrato, que
es lo más preciado que les queda de su hija.
Yo estuve en su casa. Y allí,
mirando el mar desde una colina, le escuché repetir a la madre de Nancy
unas palabras de Fidel aquel 15 de octubre 1976, cuando más de un millón
de cubanos se congregaron en la Plaza de la Revolución para rendir
homenaje póstumo a las víctimas del salvaje crimen: "No podemos
decir que el dolor se comparte. El dolor se multiplica".
En aquella ocasión Belkis
Permuy y yo solo teníamos 10 años. Y en mi natal Camagüey, como en toda
Cuba, todos hubiésemos querido estar en la Plaza. Veinticinco años
después puedo saldar esa deuda con Belkis, Cremata, Wilfredo, Ileana y
Dasnay..., aquellos niños que crecieron al calor de una frase
premonitoria de Fidel: "¡Cuando un pueblo enérgico y viril llora,
la injusticia tiembla!".
Publicado: 4-10-2001
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