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Luces y tinieblas de Rigoletto

PEDRO DE LA HOZ

Quizá no como debía, pero volvió Rigoletto a la escena del Gran Teatro de La Habana, en medio de los fastos por el año verdiano que medio mundo conmemora. Entre luces y sombras transcurrieron las representaciones de la Opera Nacional de Cuba. Veamos las luces.

   RICARDO LOPEZ

Ulises Aquino y Bárbara Llanes en la función del domingo.

Entre las obras de Verdi, toda compañía lírica que se respete cuenta con Rigoletto y la nuestra no podía ser una excepción. Rigoletto, como La Traviata, son básicas en la orientación y el gusto del público y en la formación de repertorio para las voces. Aida, Otelo y Madame Butterfly apuntan a logros mayores. El resto del catálogo verdiano exige si se quiere cierta especialización que por ahora no tenemos. La Opera Nacional de Cuba, en su actual conformación, cumplió con Rigoletto y se apresta a iniciar temporada el próximo año con Butterfly.

La mejor manera de probar voces es en la escena. Sin riesgo no hay arte. Desde que Adolfo Casas asumió la dirección de la ONC, ese ha sido uno de sus principios rectores. Dos nuevas Gildas tuvieron la alternativa el último fin de semana y no hicieron quedar mal a quienes confiaron en ellas. Un colega que asistió al debut el sábado de Haydée Herrera calificó su ejecución como un primer paso seguro en una carrera operática en ciernes.

La interpretación de Bárbara Llanes el domingo evidenció cómo un personaje lírico se diseña a base de cultura musical y escénica. Esta joven soprano no solo posee una depurada línea de canto, sino que la sabe ajustar a las exigencias interpretativas de la partitura verdiana. Otro tanto a su favor lo anotó desde el punto de vista de la interrelación cantabile en los dúos y en el famoso cuarteto; en tales casos exhibió una cualidad muchas veces perdida entre nosotros, el concepto de empaste en el canto polifónico. Desde el punto de vista dramático, dio la imagen de Gilda de acuerdo con los requerimientos de la puesta en escena de Juan R. Amán, aunque todavía debe despojarse de gestos superfluos, viciados de grandilocuencia.

Indudablemente las palmas de las representaciones se las llevó el barítono Ulises Aquino, un Rigoletto de lujo por la organicidad con que integró canto y proyección escénica, gravedad y contención, nobleza melódica y entrega expresiva.

La puesta, muy bien conciliada en cuanto al respeto a las unidades escénicas de la ópera y acompañada discreta pero eficazmente por la orquesta bajo la conducción del maestro Roberto Sánchez Ferrer, consiguió transmitir esos momentos sobrecogedores de Rigoletto en cualquier escenario: la maldición de Monterone (impresionante la imprecación de Pedro Eduardo Hernández) y el encuentro del bufón con los raptores de su hija en el palacio ducal.

En esta oportunidad el Duque de Mantua tuvo en el español Luis Lurí una presencia opaca. Afinado, musicalmente provisto, se echó de menos la potencia vocal y la convicción misma del personaje. El público aplaudió, por supuesto, "La donna e mobile"... ma non troppo.

Las tinieblas rondaron el trabajo escenográfico y de iluminación. Estamos conscientes de que la ópera es un género que necesita recursos que no se tienen, pero es preferible la ausencia de escenografía al engendro poco funcional y lastimosamente estético que llenó la escena. Ni qué decir de un proscenio a oscuras, de escenas actuadas en penumbras, de relámpagos pueriles.

Al fin y al cabo lo que vale es la vuelta de Rigoletto. Votemos por su permanencia en el repertorio.

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