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 El difícil arte de amarnos

ORIA DE LA CRUZ
"No crea que él es así..., detrás de esa coraza hay un
hombre muy bueno, humano, dulce..." dijo la esposa a manera de excusa, ante las
palabras y el gesto brusco de su compañero, quien a duras penas entreabrió sus labios
para emitir un sonido parecido a ¿qué hay?
Ella se deshizo en explicaciones ante el grupo de personas que
presenciaron la rudeza. Sentimos pena y tratamos de arreglar el mal rato, con mayor o
menor habilidad, pero lo cierto es que nadie pudo percibir un rasgo de ternura que salvara
la deplorable imagen que ya nos había mostrado.
Cierto que cualquiera tiene un mal momento, un exabrupto, un tono
más alto que el debido; eso es una cosa, y la otra, la permanente y brusca forma de
comportarse con conocidos y desconocidos, con familiares y amigos.
El amor y algunos de sus componentes como la ternura, la
comprensión y la solidaridad, tienen que formar un armonioso sistema que funcione como
un reloj junto a otras cualidades del hombre civilizado como la llamada buena
educación, la decencia, en fin, la urbanidad.
No se trata de pretender que nos estimemos todos por igual, dando
lugar a la hipocresía y la falsedad, pero sí de tolerarnos y entendernos, sin
animosidad, conociendo de antemano que no somos perfectos.
Pienso que para amar, y en especial para manifestar el amor, hay que
aprender, pero no empezamos precisamente en la escuela -aunque esta es una buena forja-
sino en el hogar, entre padres, abuelos, hermanos, tios, primos. Después, viene la
conducta y la imagen del maestro y esa lección diaria que, si se aprovecha bien, se torna
gratitud eterna.
Y partí de la pareja hombre-mujer porque no podemos olvidar que la
familia es el germen de la sociedad; de ella salimos todos a diario a encontrarnos en la
calle, a pasar los buenos y malos momentos que nos depara la existencia.
Estamos obligados a humanizar nuestro comportamiento,
despojarnos de frustraciones cuando nos relacionamos con nuestros compañeros, aclarar los
malos entendidos, y con los pies en la tierra dejar que crezcan las alas de
nuestros mejores sentimientos.
Yo creo en la fuerza del amor y en los valores éticos más
preciados, y creo en su capacidad para renovarnos y conducirnos con optimismo por la vida.
La amargura y la apatía no son buenas consejeras: hay que mostrar nuestro natural don de
crear, de transformar y enriquecer el medio que nos rodea, todos los días.
Una sonrisa sincera de bienvenida, ante el encuentro cotidiano, es
como un pasaporte que da acceso a las más increíbles demostraciones de bondad.
Razonemos. Saber escuchar, defender de forma apasionada, pero con medida, nuestros puntos
de vista; reconocer, aceptar y ceder ante las opiniones ajenas son prácticas que nos
engrandecen. ¿Por qué no entenderlo y ser consecuentes?.
No es posible lograrlo por decreto. Están en juego las formas de
pensar, sentir y actuar de cada uno de nosotros: malos hábitos y también virtudes
sedimentados por los años; luego, no todo está perdido. Al igual que el trabajo es un
imperativo de primer orden, urge multiplicar la ternura y la bondad para no lastimarnos y
crecer unidos. |