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Carta de Seattle al presidente
Franklin Pierce, de los EE.UU.Lección ecológica de un
jefe indio al jefe blanco
MARY CRUZ
Unos seis años contaba Siyat cuando vio por primera vez a un hombre blanco. Supo después que era el Capitán Vancouver, que venía desde el norte trazando mapas y poniendo nombres a los lugares hallados por la costa oeste, donde vivía entre otras su tribu, la de los Suquámish. Cuando empezaron a venir los comerciantes de pieles, Siyat era un joven alto, fornido. Los recién llegados le apodaron "Tosco". Ya era jefe de su tribu, hablaba inglés y no se dejaba engañar. Levantaron infundios contra él, pero no pudieron probarlos. Y no lograron "hacerlo desaparecer". Su fama crecía con los años. Todos pronunciaban su nombre: Seattle (Si-ia-tl).
Cuando en 1853 los estadounidenses decidieron fundar un pueblo junto a las tierras ocupadas por los Suquámish, tomaron el nombre de Siyat, que ya tenía 67 años. Y llamaron al pueblo (hoy famosa ciudad portuaria) Seattle.
Al año siguiente, Siyat recibió un mensaje del entonces Presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, que se proponía abrir a la colonización europea el noroeste de su país, y deseaba comprar una gran extensión de tierras, dejando una "reserva" para los "pieles rojas".
La respuesta del jefe suquámish es una pieza antológica por su elegancia, y sobre todo por ser una lección que, al parecer, los europeos transplantados a América necesitaban. Todos los indios americanos, del norte y del sur eran ecologistas natos. (He leído un libro sobre indios de la Amazonia ecuatoriana, titulado -con toda razón- La selva culta, demostrativo de que todavía los indios saben cuidar su entorno). Entre otras cosas, respondió Seattle (es decir, Siyat):
"Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlas? Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y al pasado de nuestro pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva en sí las memorias de los "pieles rojas."
"Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus pasos entre las estrellas. En cambio, los nuestros no pueden olvidar esta bondadosa tierra, que es la madre de los hombres rojos. Somos parte de ella y ella es parte de nosotros. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia. Todo ello, nos dice que en su mensaje, el Gran Jefe de Washington nos pide demasiado. Por eso no debemos considerar su oferta. Esta tierra es sagrada para nosotros.
"El agua que corre por los ríos y arroyos no es sólo agua, sino que representa la sangre de nuestros antepasados. Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos.
"El hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. No sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro. Es un extraño que llega en la noche y toma de la tierra lo que necesita, y luego sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres.
"Nuestro modo de vida es diferente. La sola vista de sus ciudades nos apena los ojos. El ruido insulta nuestros oídos. Es tal vez porque el hombre rojo, salvaje, no comprende. Nosotros preferimos el suave susurro del viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aroma de pinos. El aire tiene un valor inestimable para nosotros, ya que todos los seres comparten el mismo aliento: la bestia, el árbol, el hombre. El blanco no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días, es insensible al hedor. Con todo, consideraré su oferta, y si decidimos aceptarla, yo pondré condiciones: el hombre blanco tratará a los animales y plantas de esta tierra como a sus hermanos.
"Soy un salvaje. No comprendo otro modo de vida. He visto miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo, al que nosotros matamos sólo para sobrevivir. ¿Qué sería del hombre si todos los animales fueran exterminados? También el hombre moriría, y moriría de una gran soledad espiritual, porque lo que suceda a los animales, también le sucederá al hombre. Todo va enlazado.
"Sabemos que la tierra no pertenece al hombre: sino el hombre a la tierra. Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. Ni siquiera el blanco está exento del destino común. Tal vez, después de todo, seamos hermanos. Ya veremos... Quizás los blancos no lo sepan, pero nuestro Dios es el mismo. Pueden pensar que les pertenece, como desean que nuestras tierras les pertenezcan. Y no es así. Es el Dios de todos. Esta tierra tiene un valor inestimable para El y si la dañamos, provocaremos su ira. Los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Dañada la tierra, dañadas las plantas, contaminado el aire y desaparecidos los animales, sólo sabremos una cosa: que termina la vida, y empieza la lucha por la imposible supervivencia."
Fuentes: Steward, George R. AN Historical Account of Place Names in the U.S.A. Random House, N.Y. 1945.
Wagner, Erika. Más de 500 años de legado americano al mundo. Cuadernos Legoven. Caracas. Ven.