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Tosca, nuevamente
Toni Piñera
Tosca, de Puccini pertenece a las grandes óperas de la música universal. Es toda una obra maestra, que como tal, requiere para su presentación de cantantes con suficientes dotes vocales y madurez escénica, como también exige de un director de orquesta capaz de enfrentar su compleja partitura y de recursos artísticos en la dirección escénica para poder alcanzar los resultados que su rango merece.
En esta ocasión, como parte de la temporada de invierno del Centro Pro Arte Lírico de La Habana, en la sala García Lorca del GTH, no fue así. Tosca no cubrió las expectativas, tampoco alcanzó el nivel de otras temporadas, y sobre todo en la historia de nuestra lírica, donde prevaleció como una de las grandes puestas de la Opera de Cuba.
Apreciada con rigor, Tosca precisa de un mejor trabajo investigativo por el conjunto de realizadores, el cual no exceptúa a los intérpretes. A lo que debe sumarse una revisión del concepto espacial escenográfico en los actos primero y tercero, que vaya más allá de lo puramente elemental y busque una mayor funcionalidad. De igual manera, procedería analizar el diseño de luces, que en nada acompaña a la puesta.
Mientras, en el terreno de la interpretación los cantantes deberían meditar acerca de un principio básico en la ópera: la fusión que debe existir entre actuar y cantar, acciones que deben lograrse con el mismo rigor y algo que en su debut en el difícil papel de Floria Tosca, logró decorosamente Lázara María Lladó, quien anhelaba hacer un protagónico de ópera luego de su anterior incursión en La traviata.
El personaje requiere de una fuerza expresiva que ella alcanzó con la comprensión de una personalidad altamente complicada en su sicología, y de cuya interpretación salió airosa, tanto en el plano vocal -fue muy aplaudida la difícil aria Vissi Darte- como en el actoral. De ahora en lo adelante requiere pulir detalles, pero tiene carisma, ángel y dotes de actriz para resolver los problemas de manera especial.
Otro debut en la noche del sábado lo constituyó Oscar Pino, cuya caracterización del Sacristán vale apreciar. El es un joven barítono cuyos protagónicos han sido en la zarzuela, de ahí que pasar a un personaje de carácter, pleno de detalles como este, no sea fácil. Es musical vocalmente, y aunque realizó un interesante trabajo de actuación debe evitar que sus emisiones vocales, y algunos excesos en la expresión corporal transfiguren su personaje de lo simpático a lo caricaturesco.
Los primeros solistas Ramón Chávez y Angel Menéndez cumplieron discretamente sus respectivos papeles de Mario Cavaradossi y Scarpia. Mientras que el bajo Israel Hernández como Angelotti destacó por la concepción sobria de su intervención y su siempre bien proyectada voz, así como el Spoletta, del joven Bernardo Lichilín, muy bien logrado.
Del trabajo musical desempeñado por el coro y la orquesta procede primero reconocer también el arduo esfuerzo que implica montar una partitura repleta de complicaciones técnicas y expresivas. Aunque descalabros no faltaron: desempastes en las voces y en los aerófonos de metal, y algunos desequilibrios en los planos sonoros. Pero sería injusto negar que hubo también secciones completas de lograda realización sonora repartidas en toda la función. No obstante de apreciar y reconocer los conocimientos, el trabajo y el legado histórico en la ópera, del maestro Roberto Sánchez Ferrer. Este próximo fin de semana, a partir del viernes, continúa la temporada en el teatro de Prado.