El eco de las piedras: mirada preliminar

Pedro de la Hoz

El que más el que menos, ya le ha tomado el pulso a El eco de las piedras. Demoraron unos cuantos capítulos para hacerlo. En las primeras veinte emisiones fue difícil zambullirse en la trama: parecía que no iba a cuajar el vértigo argumental que todos esperan de una telenovela, pero cuando se desencadenaron los ingredientes clásicos del género, aun cuando se manifiesten insatisfacciones de diversa índole, el interés despertó.

¿Estamos ante una buena telenovela? A pesar de que la trama apunta hacia su conclusión, es demasiado pronto para zanjar un juicio definitivo. Lo más aconsejable, en esta mirada preliminar, sería adelantar algunas reflexiones sobre el modo de asumir un discurso histórico en términos de credibilidad.

Quizá la escasez en la TV de materiales de ficción seriados que aborden la contemporaneidad y la recurrencia a lo que antes llamaban "tramas de época", haya inducido a muchos a cuestionarse por qué volver una y otra vez sobre nuestro pasado. Habría que convenir en que una inmersión en el siglo XIX cubano no es un acto de arqueología: necesitamos saber de dónde venimos para entender quiénes somos.

El eco de las piedras fue concebido por el dramaturgo Abraham Rodríguez, un escritor con resultados importantes en la TV (Tierra o sangre, Un bolero para Eduardo), como una manera de indagar en el punto de partida de nuestra nacionalidad, no ya desde el punto de vista sociológico (que, por cierto, aparece bien marcado en las relaciones clasistas) sino a partir de una perspectiva que explique conductas y actitudes existenciales. Pienso que aquí se ensaya una visión sobre le génesis de algunos de los rasgos fundamentales de nuestra idiosincrasia.

Con esto quiero decir que hacía falta una novela donde a la vez que se plantearan problemas cruciales como el advenimiento de la modernidad en medio de una sociedad que vivía un régimen esclavista impuesto por el saqueo colonial capitalista, se escudriñara en el origen de la multirracionalidad que nos caracteriza, tanto en sus zonas integradoras como en las conflictivas; en el desarrollo de un sentido de pertenencia insular; en las diversas maneras de interpretar un modo de ser y estar; en los factores que han determinado el carácter de nuestra convivencia.

El despliegue de arquetipos, portadores de posturas y trayectorias bien definidas, ha sido pródigo, incluso demasiado simétrico, en las fuerzas que se debaten en la trama: gente honesta y deshonesta, consecuentes y oportunistas, integradas y marginales, tradicionalistas y retardatarias, leales y desleales. Ahora bien, llevar adelante, con éxito, esta complejísima madeja, hacerla convincente a los ojos y el intelecto del telespectador, conjugar transmisión de conocimientos con legítimo entretenimiento, ha sido el desafío que no siempre, hasta el momento, se ha podido encarar con solvencia.

Cuando concluya la telenovela será el tiempo de repasar los aspectos conceptuales y funcionales logrados y frustrados, pero no hay que esperar a ello para advertir cómo la conducción se comporta por debajo de las expectativas.

Tómese como botón de muestra el capítulo del último jueves. Se trataba de un capítulo crucial, en el cual el guionista tensa a más no poder tres líneas argumentales decisivas: la separación de Alodia y el Conde de Lucena, el nacimiento del vástago de Fe María y el duelo entre Luis Felipe y Juan Tomás. Conceptualmente la fórmula del montaje paralelo era pertinente. Más, ¿por qué hacerla tan evidente?, ¿por qué fragmentarla indebidamente? La puesta en escena de Francisco Anca no tuvo en cuenta la relación entre el tiempo real y el tiempo en pantalla; estiró lo que no debía estirar y "macheteó" lo que requería más vuelo. Lo peor, el montaje de los preparativos del duelo, resuelto en términos de pecaminosa ingenuidad audiovisual.

 
 
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