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Las máscaras del rey

ROLANDO PEREZ BETANCOURT

AMPARADO por la licencia de que hizo gala Alejandro Dumas para contar la historia a su antojo, el director Randall Wallace no se quedó atrás en su versión de El hombre de la máscara de hierro. Wallace es guionista de ese hábil truco hollywoodense con embozo de nuevos aires de aventura titulado Braveheart, filme que dirigido por Mel Gibson hasta ganó el Oscar a la mejor película, lo que no le resta posibilidades de perecer en la memoria de los que un día lo aplaudieron.


Depardieu, Irons, Malkovich, Byrne y DiCaprio, un elenco de primera para una historia de capa y espada en la que las mujeres, curiosamente, pasan a un segundo plano.

Ahora Wallace no solo escribió sino también se hizo cargo, por primera vez, de la dirección. El resultado es una cinta en constante equilibrio a fin de ganar la atención de todos los públicos, un producto en el que se conjuga el buen hacer y hasta la imaginación artística para crear sobre lo creado, con los recursos manoseados del melo y de la indispensable nota humorística cuando de Mosqueteros en escena se trata. En tal sentido, Wallace no solo se queda sin aportar, sino que se le ve torpe: la cuerda sentimental que se trata de pulsar entre el rey bueno y el Athos de John Malkovich -abrumado este por la pérdida de su único hijo-, es de una tosquedad inaudita. Algo mejor, aunque también camino trillado, resultan los guiños de humorada en que se ve sumido el Porthos de Depardieu.

Hay que reconocer, sin embargo, que frente a estas desmañas del director aparecen buenos momentos vindicativos. Para ello Wallace se sirve de una trama salpicadora de aportes al suspenso ya conocido desde los tiempos en que Alejandro Dumas creara el roman feuilleton, un género por entrega que terminaría siendo esa telenovela de turno, que en este mismo momento, en cualquier lugar del mundo, tiene cogida a media teleaudiencia por el cuello. Tampoco puede perderse de vista que El hombre de la máscara de hierro ha tenido varias versiones en el cine, desde que Allan Dwan diera a conocer la primera, silente, en 1929. (Los espectadores recordarán principalmente una producción ya clásica de la televisión británica, con versión para el cine, que en 1977 dirigiera Mike Newel y que tuvo a Richard Chamberlain en el doble papel de Luis y Philippe).

Jugando precisamente con ese dejá vu, es que Wallace vuelve a enredar la fábula de la doble personalidad y a lo ya sabido por el espectador, le agrega nuevas incertidumbres. (Su paso atrás luego del cambiazo del rey, creando una atmósfera de tensión cuando todo parecía hecho, es de lo mejor de este filme de ánimo conciliador y que termina otorgándole el perdón al despótico monarca.) Si Dumas describió las esencias humanas de sus Mosqueteros, la cinta de ahora las vuelve más complejas en función de una trama que tiene su apoyatura dramática en las contradicciones de estos cuatro hombres y en la mezcla de nostalgia, ferocidad, poesía y luminosidad que de ellos se desprende. A las excelentes actuaciones de Irons, Depardieu y Malkovich hay que agregar la de Gabriel Byrne como el D'Artagnan filosófico, atrapado como un tigre en las rejas de su piel, un actor él, que sin ruido se ha colocado en la vanguardia de los imprescindibles. Si alguna duda quedaba de las posibilidades artísticas de DiCaprio, su desempeño aquí (manjar para el lucimiento, o no, de cualquier actor) demuestra que el joven tiene buenas y largas posibilidades.

Solo queda recordar que no hay ninguna evidencia histórica de la fábula urdida por Dumas. El solo partió de una leyenda que hablaba de un cierto prisionero con una máscara de hierro. Lo demás es puro invento. El rey Sol, ejemplo de monarquía absoluta, vivió 77 años, gran parte de ellos dominando, ya que asumió siendo un niño bajo la batuta regidora de Mazarino. Si a lo largo de su mandato se observaron cambios, señas de madurez y hasta una cierta prosperidad no solo en la corte que llenó de lujos y esplendores culturales, se debe a que el hombre, rodeado de inteligentes colaboradores, aprendió a tiempo los remedios pasajeros para una gran lección de la vida. Algo que años después, con el cielo viniéndosele abajo, olvidaría o no tendría tiempo de asimilar, o ya era demasiado tarde, Luis XVI.

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