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Vigésima cita

Rolando Pérez Betancourt

Cuando a partir de hoy usted trasponga las puertas del cine estará celebrando veinte años de una cita originada también en la oscuridad de un ya lejano 1979. Tiempos de un primer Festival del Nuevo Cine Latinoamericano puesto a caminar remedando los balbuceos propios de un recién nacido, y que junto al transcurrir de los años se ha convertido en el gran amigo esperado con la llegada de cada diciembre.

Ese es el mérito principal de nuestro Festival: saber avanzar lo mismo entre la tormenta que en la calma del arco iris, avanzar y no dejar nunca esperando a ese espectador que ávido de zambullirse en mares de celuloide hace del Festival su gran Océano.

El pasado año fueron 800 mil personas las que acudieron al cine. La cifra ha ido aumentando con cada cita y en esta ocasión, a juzgar por los filmes que nos visitan, es de suponer que las salas sigan resultando pocas y las lunetas presas de un acoso de nerviosas contenturas. (Veintidós cines solo en la ciudad de La Habana y otros más en el resto de las provincias).

Las dimensiones adquiridas por el Festival en las últimas ediciones hacen de La Habana una capital del cine internacional y el evento de su tipo de mayor participación popular que se celebre en el mundo. El poder apreciar en muestras paralelas lo mejor del cine de otras latitudes, en ningún modo le resta importancia a la competencia latinoamericana. Espectadores, conocedores y en formación, sobran para llenar salas en todos los casos. Además, el poder de convocatoria que tiene el Festival para traer las más diversas muestras internacionales es algo que hay que aprovechar hasta el último suspiro -como diría Buñuel- en aras de ver ahora todo lo que después sería difícil de encontrar.

En asuntos como estos es inteligente pecar en demasía. Gana el cine, el espectador afanado en estar actualizado y la cultura.

Todo ello sin que lo latinoamericano nuestro pierda su centro en la diana.

Al contrario. En esta especie de confrontación, se puede distinguir cómo el público apoya la cinematografía de su continente y se reconoce en ella a partir de los muchos matices de una identidad y de un quehacer artístico, que en buena medida exhibe valores suficientes para atraer y ganar aplausos.

Por supuesto que no ha sido ni un camino fácil ni del todo transitado. Pero es innegable que en un Festival tras otro, público y cine han ganado en estatura, sellando un pacto de citas, de reencuentros consumados.

De ahí la alegría del espectador mientras concreta la última peinada, algún que otro salpique de agua olorosa, cierra la puerta, y camino al cine apresura el paso.

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