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Maraña

ROLANDO PEREZ BETANCOURT

Mi padre, que se fue de esta vida sin cumplir más o menos un ciclo justo, gustaba de una expresión para definir aquellas cosas detrás de las cuales vislumbraba algo turbio: ¡Maraña!

Nacido en 1912, el término había crecido con él y su sociedad, una república de gobernantes prestos a la mentira y al embuste, definiciones estas, por demás, que otorga el diccionario a la palabra maraña. Por lo tanto, aunque el vocablo pudiera parecer portador de un efluvio de vulgaridad, se encuentra recogido con todas las reglas de la Academia.

-¡Maraña! -exclamaba mi padre cuando tras leer una noticia en el periódico adivinaba que algún truco nebuloso se escondía detrás de ella, por ejemplo, los informes acerca de los gastos del erario público dedicados a la educación o la salud pública, que como se presentía entonces y se supo mucho mejor después, iban a parar en buena medida a los bolsillos de los mismos repartidores oficiales.

No pocos en la casa recuerdan su estruendoso ¡maraña!, en las elecciones generales de 1954, luego de la retirada sorpresiva del candidato Grau San Martín y la conga embaucadora de los batistianos hacia la silla presidencial. O su manera de murmurar maraña y mover la cabeza, preocupado, cada vez que hacía referencia a unos cinco pesos prestados a un amigo, no sabía ya cuánto tiempo, y que este, plazo tras plazo, no pagaba, escondiéndose en un surtidor de nuevas promesas.

La palabra no era suya. Ya se sabe que cada época acuña frases y términos fragorosos para definir circunstancias reiterativas. ¡Maraña!, chillaban los politiqueros al conocer que otros iguales a ellos, pero pertenecientes a partidos diferentes, se habían robado en fundas de almohadas y a caballo las cédulas que podían reportarles un acta de representante, ¡Maraña!, se desgañitaba un jugador de gallo al presentir que su animal había sido fulminado en la valla, no por el ímpetu del contrincante, sino gracias al veneno colocado en sus patas. ¡Maraña!, podía decir un trabajador, presa del ultraje, al ver que el capataz que lo había contratado para dar pico y pala no jugaba limpio a la hora de entregarle el salario pactado.

Aunque la maraña y los marañeros no se exterminaron ni mucho menos, lo cierto es que al eliminarse de la sociedad muchos de los fenómenos que agigantaban las causas para la utilización del término, este fue cayendo en desuso o gradualmente sufrió mutaciones semánticas.

En lo particular no me sucedió así, quizá debido a que se lo escuché tantas veces a mi padre como sinónimo de rejuego sucio, invención y fingimiento, que quedó grabado en mi mente a la manera de expresión resolutoria de un concepto.

Y fue así que me vino a la mente:

Al ver cómo dos o tres casas editoras allende los mares entonan cantos de sirena para publicar literatura (?), no crítica en el concepto amplio del término artístico -algo que resulta tan válido como bien defendible-, sino contrarrevolucionaria a carta cabal. Unos libros armados mediante fórmulas en las que desde posiciones supuestamente reflexivas predominan el desencanto entreguista, el darle el esquinazo a las esencias, el nihilismo, la mentira o esa verdad relativa trabajada a capricho, el paso, en fin, al otro bando, acompañado del toque de trompeta para captar a supuestos seguidores. No faltan premios y trabajos de marketing tratando de inflar a estos nuevos cuatro gatos, por ellos mismos propugnados exponentes de la realidad cubana. Lo importante es que se escriba, se elabore el producto, como esas casas editoras quieren. Entonces, por esas ocurrencias del destino, tal como diría un mal guión de Hollywood, lauros, ediciones hasta de lujo y recompensas monetarias de proporciones impensadas, pueden coincidir.

-¡Maraña! -exclamaría mi padre.

Aunque también hay otras palabras.

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