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 La mitad de Carmen

Pedro de la Hoz
Apenas cinco años después de que
George Bizet estrenara en la Opera Cómica de París su
célebre Carmen, los habaneros vieron y escucharon
en 1880, en el teatro Tacón el drama de la cigarrera
sevillana, esa criatura mórbida y fatal nacida de la
inspiración romántica del novelista Prosper Merimée. A
punto de finalizar este siglo, Carmen estuvo casi
al regresar a nosotros, mas solo fue entrevista: de la
anunciada producción del Centro Pro Arte Lírico, con la
cooperación del Servicio Cultural de la Embajada de
París en La Habana y la Alianza Francesa, quedó una
agradecida versión de concierto, con notables destaques
individuales y algunas curiosidades, como la mezcla de
textos en francés y español y ciertos atisbos de
dramatización improvisada más propios de una tertulia
doméstica que de una gala con todas las de la ley.
Suzanna
Moncayo, como Carmen, y Francois Soulet, en el personaje
de Don José.
De todos modos, Carmen es Carmen,
una ópera que se ajusta a nuestra sensibilidad y que
tangencialmente tiene que ver con nuestra identidad, ya
sea por lo de la famosa habanera, género indiano
que en los barcos salió para multiplicarse en España y
que sedujo a Bizet.
Es difícil sustraerse al influjo
melódico de las arias y a la riqueza colorística de la
instrumentación de esta pieza paradigmática del arte
lírico francés. Aparentemente todo fluye con
naturalidad en el desenvolvimiento estructural de la
obra, y sin embargo Carmen presenta difíciles
exigencias. Jean Paul Penin, el director, trasmitió con
fidelidad la atmósfera de la ópera, sus momentos de
tensión y vivacidad, sus notas exóticas y su sustrato
dramático. Y si en términos de sonido no fue más allá
se debió a la escasa pujanza de los elementos de la
orquesta, a desequilibrios entre las calidades de las
distintas cuerdas.
La Carmen de la argentina Suzanna
Moncayo merecía que la puesta en escena se hubiera
llevado a cabo, en tanto se le vieron enormes
potencialidades histriónicas para la caracterización de
la protagonista. La Moncayo es una mezzo de temple,
sumamente musical, con dominio de las modulaciones. Hizo
suya, sensual y grávida, la más famosa aria de su
personaje, L'amour est un olseau rebelle.
Se puede gustar o no -aquí entra
la vieja y, para mí, hasta cierto punto estéril
polémica acerca de los tipos de voz adecuados para tal o
cual personaje, todos por culpa de dogmas y estereotipos-
de la concurrencia de Francois Soulet en el Don José,
pero lo que sí quedó fuera de toda duda es una
solvencia profesional, su sólida escuela.
Nuevamente el público cubano se
entregó deslumbrado a Raphaelle Farman, esta vez
Micaela: una soprano que clasifica entre lo mejor que se
ha oído últimamente en los escenarios cubanos.
No igual fortuna corrieron los
espectadores ante el Escamillo del barítono Jacques
Perroni, de emisión demasiado concentrada y vuelo
disminuido, aunque seguro y entonado.
Por la parte cubana, además del
siempre disponible y eficaz bajo Nelson Ayoub y del
barítono Waldo Díaz que haría muy bien en contar, a
estas alturas de su carrera, con un tránsito más
frecuente del género chico a la ópera, alegró escuchar
a dos voces femeninas que ascienden vertiginosamente y
pudieran dar mucho más de sí en la medida que se
confronten escénicamente (cosa que, claro está, no
depende de ellas, sino de las realidades objetivas del
arte lírico nacional), Indra Sesti y Conchita Franqui.
El Coro del Gran Teatro de La
Habana, al que sumó, añadiendo un toque de simpatía,
la Cantoría Infantil del Centro Pro Arte Lírico,
tendrá que esforzarse mucho más si quiere corresponder
a la partitura de Bizet en futuras versiones: debe
resolver primero el aprendizaje de la partitura por parte
de todos sus elementos y luego meterse en la piel de un
protagonismo que no es telón de fondo como en otras
óperas. La probada calidad de sus voces, sobre todo de
las más frescas, está en condiciones de cumplir la
meta.
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