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 CRONICA DE UN ESPECTADOR
El volcán y el latón

ROLANDO PEREZ BETANCOURT
ELEVAR LA basura a la categoría de cultura
popular es un rejuego que en los finales del siglo
clasifica como empeño de muchos. En tal sortilegio
concurren la mediocridad y el afán de lucro. En una era
de avances tecnológicos, y sin duda dominada por el
gusto audiovisual, tres grandes gigantes llevan la voz
cantante en eso de contactar con el gran público, y a la
manera de aquellas fabulosas hetairas de la Grecia
antigua, ofrecer y a la vez someter: la televisión, el
cine y la música.
Mientras que los dos primeros
medios, en manos de fabulosas empresas capaces de brincar
océanos como si fueran charcos, pierden brillo cultural
al paso de los años para irse convirtiendo cada vez más
en productos desjugados y de fácil consumo; la música,
sin dejar de resultar inocente en cuanto a fetiche de
mercado, parece empeñada en dar la última gran batalla
en lo que a calidad masiva se refiere.
El cine, para dolor de sus buenos
amantes y por obra y gracia de una globalización
uniformadora que desde hace rato cuenta con él como
punta de lanza pentacontinental, es cada vez más
tecnología y banalidad y menos sustancia ontológica.
Nacido como espectáculo hace más
de cien años y desarrollado luego como arte, se diría
que la imagen en movimiento se empeña en darle marcha
atrás a los caminos de la búsqueda creativa y retornar
a los pañales de deslumbres técnicos desde los cuales
cautivó a nuestros abuelos.
Todo lo anterior me vino a la mente
mientras veía el sábado la película Volcán,
con un costo de producción que rondó los cien millones
de dólares y que el pasado año tuvo excelente taquilla
en los más diversos cines del mundo. El filme, como
otros a la moda, es deudor del género de catástrofe que
en los setenta se desarrolló en los Estados Unidos y que
terminó ahogándose a sí mismo fundamentalmente porque
sus guiones parecían estar calcados unos de otros: un
inicio en que se presenta a un grupo de protagonistas con
diversas características (el bueno, el malo, el héroe,
el indolente que no hace caso de la catástrofe que le
anuncian, la niñita, con hermanito o no, el matrimonio
de ancianos, y el perro que casi siempre se salva).
Luego, el desencadenamiento de los hechos, tejidos con un
cronómetro en la mano, de manera de mantener la
atención provocada por el peligro, y finalmente el final
feliz, o menos feliz, peso siempre triunfante.
Casi treinta años después, los
adelantos técnicos, encabezados por las computadoras,
hace que muchos de aquellos efectos especiales ante los
cuales se detectaba el cartón piedra o la burda maqueta,
cobren un mayor realismo. Pero el esquema dramático
sigue siendo el mismo, y a veces hasta más simple.
Satisfecha entonces la expectativa de ver cómo la
infografía llena de lava las calles de Los Angeles, cabe
esperar que cumplido un ciclo de reiteraciones, la nueva
ofensiva de cine catástrofe vuelva a ser pasto del
aburrimiento. Y desaparezca.
Hasta que una próxima generación
de espectadores (si la cosa sigue como va), ya en el
siglo XXI, sea engatusada para correr a los cines y
asistir a un nuevo acto de encantamiento técnico, nada
desdeñable por lo que de novedoso traerá, pero
seguramente con argumentos, dramaturgia y personajes
extraídos del mismo latón de basura.
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