Acá, al filo de los 70, apenas conocíamos unos cuantos bossa
nova, sobre todo los excelentes salidos de la unión de Tom Jobim
y Vinicius de Moraes, y claro está, la inefable Acuarela do
Brasil, de Ari Barroso, hasta que Leo Brouwer, al frente del
Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, ofreció aquel concierto
me-morable que desbordó la capacidad de la sala Chaplin con un
público ávido en descubrir para no olvidar jamás, en las voces de
los trovadores cubanos, la obra de Chico Buarque, Joao Gilberto,
Caetano Veloso y Gilberto Gil.
Por los días en que morían jóvenes argentinos en las Malvinas, y
los Estados Unidos hacían tabula rasa del Tratado Interamericano de
Asis-tencia Recíproca al alinearse con Gran Bretaña, otros jóvenes
en plazas mexicanas, caraqueñas y limeñas entonaban Solo le pido
a Dios, para acompañar el reclamo de León Gieco, que la gran
Mercedes Sosa puso en órbita en todo el continente.
Siempre, antes, después, ahora mismo, ha habido músicas
compartidas entre los pueblos de América Latina y el Caribe, que por
encima de sus identidades nacionales han ido construyendo un
discurso sonoro que se reconoce en un ámbito mayor.
No solo cuentan las canciones que reflejan conflictos y
ansiedades vinculadas a nuestros avatares políticos y sociales, sino
aquellas que dan cuerpo a las tradiciones y se en-trecruzan
sedimentadas en el imaginario popular.
Mucho tienen que ver ciertas raíces comunes. A grandes rasgos, y
aún a riesgo de una reducción esquemática pero pertinente en este
rápido enfoque, esas raíces determinaron dos grandes vertientes: la
de las músicas afrolatinocaribeñas (las Antillas, una buena parte de
la cuenca del Gran Caribe y Brasil) y las que nacieron en tierras
donde la presencia de las poblaciones originarias no pudo ser
borrada por los conquistadores europeos (los países andinos y zonas
de México, Centroamérica y del interior de Argentina), contando
ambas, desde luego, con los poderosos jugos aportados por las
culturas de la Península Ibérica y otras europeas.
Por supuesto que no todo cabe ni responde a ese esquema, como el
caso del patrón de habanera subyacente en el tango, o de la música
vallenata que logra el milagro de juntar percusiones de origen
arauaco con el acordeón o del frevo brasileño donde la
polka se transfigura al contacto con ritmos bantúes y escalas
indoamazónicas.
Una vez más, la clave para comprender la dialéctica entre lo
diverso y único del sonido de nuestras tierras la ofrece Alejo
Carpentier:
Cuando nos enfrentamos con la música latinoamericana, nos
encontramos con que esta no se desarrolla en función de los mismos
valores y hechos culturales (que la música europea), pues obedece a
fenómenos, aportaciones, impulsos, debidos a factores de
crecimiento, pulsiones anímicas, injertos y trasplantes, que
resultan insólitos para quien pretenda aplicar determinados métodos
al análisis de un arte regido por un constante rejuego de
confrontaciones entre lo propio y ajeno, lo autóctono y lo
importado.
También nos dice otro eminente musicólogo cubano, el maestro
Leo-nardo Acosta:
Cualquier elemento musical de cualquier latitud, si es válido,
legítimo, y por tanto contiene en germen lo universal, puede ser muy
bien asimilado, y a su vez será invariablemente transformado por una
sensibilidad de otra latitud enraizada en lo propio.
Lo cierto es que a partir del siglo XX, en la medida que las
comunicaciones entre los países latinoamericanos y caribeños —nunca
olvidar a los territorios de esa subregión que se expresan en otras
lenguas y forman parte inseparable de nuestra comunidad—, y
crecieron los flujos migratorios y surgió la industria musical
asociada a las grabaciones y la radio, se expandió el sentido de
pertenencia de no pocos géneros y especies musicales desde lo
meramente local hasta la alcanzar una dimensión continental.
Así se explica por qué tangos y sones, rancheras y cumbias,
calipsos y reggaes, boleros y bambucos, sambas y pasillos,
huaynos y plenas, sin perder sus perfiles originales se disfrutan
indistintamente del Bravo a la Pata-gonia. Lo propio sucede en los
predios de la música de concierto, donde escapan de sus cunas para
acreditar un revelador sentido nuestroamericano los nombres de
Caturla y Roldán, Re-vuelta y Chávez, Cordero y Lauro, Barrios
Mangoré y Gustavo Becerra, Villa-Lobos y Camargo Guarnieri, Guas--tavino
y Ginastera.
Tal como desde la medianía del siglo pasado Beny Moré fue un
ídolo en Panamá, Colombia, Puerto Rico y Venezuela, y los
colombianos bailaron con la Sonora Matancera, y Jorge Negrete sedujo
a Sudamérica y Lucho Gatica fue reconocido en el Caribe como un
bolerista mayor —ya sabemos lo que significó antes Carlos Gardel en
todas nuestras tierras—, hoy día Jimmy Cliff y Mannu Char-lemagne,
Rubén Blades y Juan Formell, Silvio y Pablo, Gieco y Baglietto,
Susana Baca y Lila Downs, Oscar D’ León y Andy Montañez, Danny
Rivera y Tania Libertad, Totó la Momposina y Carlos Vives, Chucho
Valdés y Danilo Pérez, Brouwer y Gismonti, Juan Luis Guerra y Michel
Camilo, por citar unos pocos nombres emblemáticos, se desmarcan de
nuestras fronteras para integrar el patrimonio de los pueblos de
esta parte del mundo.