Prefiguraciones en el mapa teatral latinoamericano

Omar Valiño, especial para Granma

En estos días, ante la celebración de la cumbre de la CELAC en La Habana —un verdadero orgullo para los que sabemos cuánto trataron el imperialismo y sus amanuenses de impedir la relación de Cuba con nuestros hermanos—, he comentado la remembranza que me trae su sigla y su nombre con la EITALC.

La Candelaria, prestigioso elenco colombiano dirigido por Santiago García. foto: elespectador.com

Surgida en el segundo lustro de los ochenta, de la mano de la Casa de las Américas, como resultado de un diálogo entre Fidel y un prestigioso grupo de teatristas latinoamericanos, la Es-cuela Internacional de Teatro para la América Latina y el Caribe, constituyó una inflexión en el intercambio escénico entre la Isla y el subcontinente. Bajo la dirección del argentino Osvaldo Dragún, tuvo sus inolvidables primeros talleres en la localidad de Machurrucutu, a escasos kilómetros de la capital.

Pero la historia había comenzado mucho tiempo atrás. En la teatralidad de los rituales y de otras expresiones propias de los pueblos originarios. En las pacientes marcas diferenciadoras inscritas durante el largo periodo colonial y los primeros tiempos republicanos por dramaturgos y actores. Con otras perspectivas se mueve la escena en las primeras décadas del siglo XX en el Río de la Plata o en el distrito federal en México. Toman nuevo impulso con los aires vanguardistas y desde Sao Paulo se extiende por todo el continente el deseo de actualizar lenguajes para las voces de los respectivos teatros nacionales.

Poco a poco se van sumando capitales y ciudades hasta que en los años cuarenta y cincuenta se pueden distinguir focos por toda la geografía del Río Bravo a la Patagonia. El Galpón, del patriarca Atahualpa del Cioppo, en Montevideo; el Teatro Experimental de Cali, de Enrique Buenaventura, en Colombia; Teatro Oficina, de Zé Celso, en Brasil o Teatro Estudio, de Raquel y Vicente Revuelta, en La Habana, son símbolos de esa etapa.

Mientras, Maese Javier Villafañe recorría caminos y pueblitos, y des-de entonces los títeres aportaron lo suyo.

Esa acumulación catalizó en movimiento con una fuerte conciencia latinoamericana por el fuerte impacto de la Revolución Cubana. Entre nosotros, la Casa de las Américas, su premio literario, su departamento de teatro y la revista Conjunto, desempeñaron un papel cenital en esta obra de auto reconocimiento, unión e intercambio, así como la figura del guatemalteco Manuel Galich, de quien ha-ce poco se conmemoró su centenario.

Los festivales fundados por Casa se replicaron, con características propias, por toda América Latina y el Caribe y el teatro fue, definitivamente, latinoamericano. La dramaturgia ganó nombres propios, como los de Nelson Rodrígues, Virgilio Piñera, Emilio Carballido y Abelardo Estorino, mientras crecía con decenas de otros. Cuando, en algunos países ese desarrollo era aún escaso o no se abordaban los problemas necesarios a cada país, los grupos inventaron la creación colectiva en sus distintas variantes y La Candelaria, de Santiago García y Patricia Ariza, en Colombia, Yuyachkani, de Miguel Rubio y Teresa Ralli, en Perú, o el Escambray, de Sergio Corrieri y Gilda Hernández, y el Cabildo Teatral Santiago, de Raúl Pomares y Ramiro Herrero, en Cuba, se ubicaron para siempre en el mapa continental.

Una pléyade de colectivos opusieron, desde el teatro, feroz resistencia a dictaduras militares y avasalladoras oligarquías. Varios grupos o figuras, con inteligentes estrategias, pudieron mantenerse y sobrevivir, como Ictus, en Chile. Otros tuvieron que exiliarse por determinados periodos, pero también de ese hecho forzado, surgieron agrupaciones excelentes como Malayerba, de Charo Francés y Arístides Vargas, en Ecuador.

Arte de inusitada tenacidad y exigente ímpetu, el teatro se mantiene creativo y renovado por todo el continente. Las generaciones más cercanas luchan por un rostro propio, de acuerdo con los nuevos tiempos. Cuba se mantiene como un importante punto de encuentro. Hace poco se realizó el Festival de Teatro de La Habana con su habitual acento latinoamericano. Acabamos de participar en el Magdalena sin fronteras, en Santa Clara, que nos trajo, entre otros, a La Candelaria, siempre abierta y beligerante. Pronto llegará Mayo Teatral, de la Casa de las Américas.

Cuando la EITALC reunió a tantos maestros, muchos de ellos mencionados en estas apretadas líneas, para conducir aquella magnífica experiencia pedagógica —que bien valdría la pena recomponer en un esfuerzo institucional múltiple para, en un haz, dimensionar las numerosas e imprescindibles opciones de formación que ponemos hoy a disposición de los jóvenes teatristas del subcontinente—, el teatro latinoamericano supo que había conquistado, en su largo andar, un espacio más que prefiguraba, hasta en su cifra, las futuras uniones de nuestros pueblos. Cumplido estaba, como corresponde al arte y la cultura, ese papel de amalgamar poco a poco lazos e identidades de estas tierras.

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