Por eso no es fortuito que en América Latina las dictaduras
militares usaran el fútbol para exaltar sus "virtudes", al servicio
de la guerra contra su propio pueblo.
En el Mundial del 78, en un estadio que quedaba a pocos metros
del campo de concentración donde sacrificaba a sus víctimas, la
dictadura argentina celebró como suyo, a puro bombo y platillo, el
triunfo albiceleste, con la misma procacidad que había celebrado la
dictadura brasileña el triunfo de la selección de Pelé en el Mundial
del 70.
"El fútbol es popular porque la estupidez es popular", había
proclamado ya para entonces el escritor Jorge Luis Borges,
convencido, como muchos intelectuales, que el culto al balón en los
estadios es el opio de los pueblos y solo sirve para entretener a la
plebe. Mientras, varios pensadores de izquierda repudiaban también
su práctica por considerar que aliena a las masas y enmascara las
contradicciones sociales. Pan y circo, circo sin pan.
Como relata el uruguayo Galeano, sin embargo, cuando el fútbol
dejó de ser cosa de ingleses y ricos, y en el Río de la Plata
florecieron los primeros clubes populares, organizados en los
talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos, el
club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en
homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y
fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club
Chacarita, fundado en una sección del Partido Socialista en Buenos
Aires.
También es infundado afirmar que el deporte genere la violencia
gratuita o conjure los fantasmas de guerras pasadas, como se suele
decir cada vez que estalla una tángana en las gradas, pues en
realidad las semillas del odio subyacen en motivos más profundos.
En Medellín, de hecho, que fue una de las ciudades más violentas
del mundo, el proyecto Fútbol por la Paz funcionó durante algún
tiempo con encomiable éxito, demostrando que no es imposible hacer
del balón un lenguaje alternativo para las bandas armadas de los
diversos barrios, acostumbradas a dialogar a tiros.
Y ejemplos como estos no son aislados, ni privativos de un solo
deporte como el fútbol. Mientras en Estados Unidos el apartheid
segregaba todavía a negros y latinos, en el béisbol de las
Grandes Ligas, el puertorriqueño Roberto Clemente se convertía, al
igual que Jackie Robinson, en un símbolo de la lucha por la
inclusión social. Como apostillara un periodista: "Habló por los
latinos; fue el primero en hacer valer sus palabras". Nunca olvidó
sus orígenes ni dejó de ayudar a los más necesitados hasta que
lamentablemente en 1972 falleció en un accidente aéreo, mientras
llevaba personalmente un cargamento de ayuda humanitaria para las
víctimas del terremoto en Nicaragua.
Sea como fuere, por los motivos que sea, la dignidad colectiva
tiene mucho que ver con el viaje de una pelota que desanda los
caminos del aire, con el empeño que se expresa a lo largo de una
carrera o la falta de rencor que se trasluce tras un combate.
También señala que la cooperación es viable, como demuestra la
instauración de los Juegos del ALBA, creados a la par de la
Alternativa Bolivariana para las Américas con el objetivo de
consolidar el deporte latinoamericano y caribeño como expresión de
la integración de los pueblos.
Es así que el deporte ha educado a los aficionados, nos ha
cambiado la mirada, nos ha trasladado de lo obvio a lo sutil y nos
ha abierto a nuevas perspectivas.
A través de él, percibimos el mundo mejor que antes, mejor que
nunca. Hemos aprendido que los rivales de ayer pueden ser los amigos
de hoy y que nunca está de más ponernos en la piel del otro, en el
triunfo y en la derrota. Podemos compartir, además, los mismos
héroes.
Hemos vibrado con cada récord de Bolt, y hemos ido con Brasil,
Argentina y Uruguay, hasta cantar cada gol de Ronaldo, Batistuta o
Forlán con el mismo entusiasmo que hemos disfrutado de las hazañas
de la mexicana Ana Gabriela Guevara, los saltos del panameño
Saladino, los batazos del venezolano Miguel Cabrera, la emoción del
quisqueyano Félix Sánchez en Londres 2012, los éxitos de la
colombiana Mariana Pajón y el ecuatoriano Jefferson Pérez, o las
victorias de Teófilo Stevenson.
Pero sobre todo hemos aprendido a trascender las fronteras que
nos dividen. Que a pesar de nuestras diferencias, en el fondo somos
más parecidos de lo que a veces nos parece. Y que en ese vasto
territorio que va desde el Río Bravo a la Patagonia, no estamos
solos.