
Una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. O, mejor dicho, lo que es posible hacer. Estados Unidos está enfrascado en una escalada verbal contra el gobierno de la República Popular Democrática de Corea (RPDC), pero sus principales analistas descartan la opción militar y llaman a una solución negociada.
El presidente Donald Trump amenazó en la ONU con destruir completamente el país si se viera obligado a actuar y se dirigió a las autoridades de Pyongyang en tono irrespetuoso, algo que sus antecesores en la Casa Blanca evitaron en todo momento.
Según fuentes de medios estadounidenses, las ofensas y amenazas más duras de Trump estaban fuera del libreto aprobado por sus asesores y habrían sido producto de su propia inspiración.
La reacción de la RPDC no se hizo esperar. Consideraron los insultos de Trump como una declaración de guerra y aseguraron que su represalia sobrepasaría los pronósticos de Washington.
La situación en la península coreana es ahora más tensa que nunca antes.
Pero, ¿es posible que las palabras pasen a los hechos? Muchos lo ponen en duda.
Aunque no se puede descartar que, dado el nivel de tensión, un incidente aislado se salga de control y pueda de-sencadenar la guerra, las consecuencias de una conflagración en la península son tan grandes que cualquiera en sus sanos cabales lo pensaría dos veces antes de apretar el botón de ataque.
Los cálculos más conservadores cifran en un millón de muertos el saldo de la primera hora de conflicto. Otros cientos de millones de personas en la región estarían en riesgo si se prolongaran las acciones. El número de desplazados sería inédito desde la Segunda Guerra Mundial.
Antes de plantearse la opción militar, Washington tendría que garantizar la seguridad de Seúl, la capital sudcoreana donde viven más de diez millones de personas, que se encuentra al alcance de la artillería convencional de su vecino. El Pentágono sería incapaz de deshabilitar en el corto plazo los miles de baterías de obuses y misiles que se encuentran desperdigadas en el sur de la RPDC, incluso si sus servicios de inteligencia contaran con información fiable.
Pero a este escenario se suman desde el año 2006 las probadas capacidades nucleares de Pyongyang, cuyas últimas pruebas han sido exitosas y han desencadenado fuertes represalias de la comunidad internacional.
«Los estadounidenses no atacarán Corea del Norte, ya que no es que sospechen, sino que saben con seguridad que tiene armas nucleares», aseguró recientemente el ministro de Exteriores ruso, Serguei Lavrov.
Incluso si fueran interceptados los misiles intercontinentales de que dispone la RPDC, el país cuenta con cientos de corto y mediano alcance que suponen una amenaza para las bases militares estadounidenses y los países vecinos.
Algunos analistas aseguran que la distancia geográfica a la que se encuentra Estados Unidos le da cierta ventaja, pero Washington tiene desplegados más de 30 000 efectivos en Corea del Sur y otros tantos en Japón. En caso de guerra, sus fuerzas estarían en riesgo directo.
Pero el saldo de un posible conflicto no solo se mediría en bajas civiles y militares. Corea del Sur es uno de los principales proveedores de productos manufacturados y de alta tecnología de Occidente. Una guerra paralizaría las fábricas y el impacto en el comercio tendría alcance global.
Desatadas las acciones bélicas, tampoco se podría descartar que China, que tiene frontera con la RPDC, o Rusia se vean obligadas a intervenir en el conflicto por motivos de seguridad nacional, poniendo a la humanidad al borde de una guerra mundial de consecuencias incalculables.
Si la Guerra de Corea, entre 1950 y 1953, le costó a Estados Unidos cerca de 20 000 millones de dólares de la época y 50 000 vidas, una reedición escalaría esas cifras a números estratosféricos.
Los llamados internacionales, como el que hizo el canciller cubano Bruno Rodríguez Parrilla en la ONU, se centran en la desnuclearización total de la región, con respeto a la soberanía de los países y sin injerencias extranjeras. «Solo a través del diálogo y las negociaciones se puede lograr una solución política duradera, que debe tener en cuenta las preocupaciones legítimas de todas las partes involucradas», añadió.
Lo único que cabe esperar es que prevalezca el sentido común.









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