
Alfonso Sastre fue un intelectual militante de la estirpe de Bertolt Brecht. Un extraordinario dramaturgo. Le gustaba decir cuando leía, oía o veía las ideologías burguesas disfrazadas de novedad, que eran «nuevas antiguallas».
Frente a la realidad de que se agotó su capacidad de generar ideas nuevas ante los retos civilizatorios a los que nos enfrentamos, el instrumento ideológico de reciclar ideas viejas como novedad, se usa una y otra vez, al tiempo que se acusa de retrógrado lo que se le opone.
La idea es muy vieja. Durante el desarme del socialismo soviético se usó con éxito para pintar de reaccionario lo que se oponía a la restauración capitalista. A la misma vez, el neoliberalismo era presentado como «revolucionario».
En un malabarismo bien diseñado, la propiedad privada, que ha signado la historia de la humanidad desde la Edad de bronce, se presentó como una novedad y avance, contra la evidencia histórica de su fracaso sistemático en las distintas formaciones socioeconómicas y su reinvención en la próxima, hasta llegar a su agotamiento en las actuales circunstancias de un capitalismo incapaz de salir de su propia crisis y arrastrar a la humanidad, por primera vez para un sistema concreto, a la posibilidad real de la extinción.
Si queremos ver una demostración concreta de su incapacidad de hallar salidas, más allá de las visibles consecuencias ecológicas y sociales de su orden de cosas, solo observemos, en los últimos 30 años, el continuo escape desenfrenado, en apariencia hacia adelante, de sus soluciones tecnocientíficas.
Contrario a etapas previas de ese mismo orden capitalista, la ciencia y la tecnología, quizá por primera vez de manera tan abrumadora, se ha convertido en parte del problema y no lo suficiente de las soluciones. Y no se trata de la ciencia y la tecnología en sí, sino del marco socioeconómico donde se desenvuelven.
En esta oligofrenia absurda, la aceleración forzada de las rupturas tecnológicas se da en avalancha continua, como si lo crítico se hubiera organizado para sostenerse en un estado permanente de angustia cultural.
Revolución nanotecnológica, de las neurociencias, de la inteligencia artificial, de la computación cuántica…, vivimos para sorprendernos, ya casi diariamente, de aparentes revoluciones tecnocientíficas consecutivas. Y no se da respiro para asimilar culturalmente los cambios que provocan en el tejido social. Como si no importara.
En el camino, las ciencias sociales que no se monten como sostén de esa locura, se desechan por atrasadas y acusadas de ser incapaces de «mantener el ritmo» y dar respuestas a las mismas preguntas existenciales de siempre, pero que el sistema genera bajo nuevos disfraces.
Las nuevas antiguallas quieren vendernos la idea de que las ciencias sociales ya no son necesarias a la civilización porque en realidad, aquellas que no logran instrumentalizar no les son necesarias a la burguesía.
Pero la sociedad pasa la cuenta más allá de la voluntad de algunos. Las artes y la literatura, en su función de alerta temprana, aún si necesariamente deformada, lo vienen reflejando ya desde hace mucho tiempo con sus visiones apocalípticas, donde la tecnociencia se presenta como causante de las catástrofes y no como superadora de las mismas. Esa visión prepondera en la ciencia ficción más seria. Pero no se trata solo de allí.
Como fenómeno social, el escepticismo científico invade a la sociedad y galopa rampante en muchas praderas. Nos sorprendemos con la emergencia de los que creen que la Tierra es plana, y que existe una conspiración mundial, sostenida en el «engaño» de las ciencias, y de paso, involucrando a cientos de miles de conspiradores para hacernos creer que la Tierra es un esferoide.
Nos sorprende, más aún, que ese segmento que cree tamaño disparate crezca en vez de disminuir. Nos sorprende que haya miles de personas que crean que las vacunas no funcionan, y en su peor versión, que son otra conspiración mundial, sostenida en el «engaño» de las ciencias, para robotizarnos y controlarnos mentalmente.
Pero el escepticismo científico no se queda allí. En una versión más refinada, a la ciencia se le pone la etiqueta de «occidental» y se apela a una monserga difícil de atajar, donde se mezclan ideas de todo tipo para tacharlas de positivistas y criticarlas desde un idealismo subjetivo rampante, disfrazado de misticismo, el llamado new age.
Se apela a supuestas sabidurías universales antiguas, mientras más exóticas mejor vendidas, que solo eran reflejo de las carencias cognitivas de sus épocas y hoy son rescatadas como supuestos saberes absolutos, aplastados por la hegemonía perversa de lo occidental y su «reduccionismo epistemológico».
Lo cierto es que a la ciencia «occidental» y a sus reales remanentes positivistas se les puede criticar muchas cosas, pero no precisamente desde esa nueva antigualla, que es el idealismo filosófico disfrazado del rescate de arcanos de sabiduría.
Pero a lo que apunto es a que todas esas manifestaciones son reflejo de una causa de fondo. La angustia existencial ineludible donde cada avance científico se percibe como amenaza, cada enfermedad como una potencial pandemia apocalíptica, cada evento climático como un anuncio del fin del mundo, solo es reflejo sociológico de la angustia de no hallar salida en la lógica ideológica hegemónica.
Lo que está en crisis cultural no es la civilización humana y sus realizaciones, como la tecnología y la ciencia, lo que está en crisis es el sistema capitalista incapaz ya de hacer de esas realizaciones un instrumento de avance civilizatorio.
No hay nada retrógrado en luchar por un mundo nuevo, no hay nada retrógrado en denunciar que la propiedad privada no puede ser la base de una sociedad sostenible para el bien de todos. Lo retrógrado es lo otro, las nuevas antiguallas.










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Oscar dijo:
1
7 de marzo de 2023
20:07:14
MARIA ROSA dijo:
2
3 de abril de 2023
15:34:49
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