El diamante del estadio infantil Juan Ealo se convirtió este fin de semana en el epicentro de la esperanza beisbolera cubana. La final de la Copa de Pequeñas Ligas, categoría 7-8 años, no fue un simple torneo; fue una vibrante celebración de la infancia y la pasión por el deporte, donde las carreras anotadas se midieron tanto en el marcador como en el crecimiento personal de cada pequeño atleta.
Al final de la contienda, La Habana, jugando en casa, se alzó con el título de Campeón Nacional tras imponerse a Granma con una abultada pizarra de 16x2 en el tercer y definitivo duelo. Sin embargo, el resultado final es apenas una nota al pie en una historia mucho más profunda.
Si el beisbol es un deporte de raíces, estas se encuentran firmemente plantadas en los padres. Ellos son los protagonistas silenciosos, los verdaderos cimientos de cada logro. Son quienes sacrifican mañanas de descanso, viajan, acompañan y sostienen los sueños de sus hijos con la misma firmeza con la que un receptor sostiene la bola.
En cada victoria, en cada lágrima de frustración, su presencia es el motor que impulsa a estos futuros peloteros. El primer y más profundo reconocimiento debe ir dirigido a ellos, pues sin su compromiso, la magia de estas Pequeñas Ligas simplemente no existiría.
La serie final fue un reflejo de la rivalidad sana y la entrega absoluta. Un día antes de la definición, los equipos habían dividido honores, demostrando que la paridad era la norma. Granma golpeó primero con un contundente 12x2, pero La Habana respondió con carácter, imponiéndose 10x8, forzando un tercer juego que se jugó con la intensidad de un clásico.
El duelo final, aunque desequilibrado en el marcador, fue la conclusión de un torneo que evidenció que Cuba sigue teniendo cantera.
El aplauso se extiende a los entrenadores de ambos conjuntos. Su labor va más allá de enseñar a batear o fildear. Su vocación se centra en la formación de seres humanos. En cada indicación de paciencia, en cada corrección técnica y en cada abrazo de consuelo, se está construyendo el futuro del país y se defiende la esencia formativa del beisbol cubano.
Al final, los verdaderos ganadores fueron los niños. Los campeones de La Habana, que supieron elevar su juego en el momento crucial, y los subcampeones de Granma, que compitieron con dignidad hasta el último inning.
Ganó el beisbol. Ganó la infancia bien entendida. Porque en este nivel no se trata solo de un título nacional, sino de sembrar el amor por la pelota, de cultivar la semilla de la grandeza que, con el apoyo de sus padres y entrenadores, algún día florecerá.

















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