
Todavía hoy, después de 48 años, una de las hazañas más grandes del deporte mundial sigue en poder de un cubano nacido en Santiago de Cuba. Sin embargo, él mismo estuvo negándose a ser el protagonista de la historia. El doblón dorado e irrepetible de Alberto Juantorena, en 400 y 800 metros, en los Juegos Olímpicos de Montreal-1976, tuvo detrás una bella obra pedagógica.
«Todo el mérito es de mi entrenador. Yo llegué a decir, aunque sin faltarles el respeto, que estaban locos, él y los directivos cubanos, Lázaro Betancourt y Enrique Figuerola, a quienes admiro y respeto muchísimo, por su sabiduría y calidad humana. Ellos fueron los primeros que interpretaron las ideas de Zigmund Zabierzowski, y yo, en mi empecinamiento, obvié que, si ellos decían que sí, el equivocado no era el polaco, sino yo».
No era un mea culpa la expresión del Elegante de las pistas, sino fruto de la excelsa educación con la que le arroparon sus padres, Efraín Juantorena y Yolanda Danger, que el profesor europeo supo captar desde que lo vio la primera vez y le dijo que se levantara la camiseta para ver sus extremidades inferiores, esas que describieron el paso más virtuoso, amplio y endiabladamente rápido sobre las carrileras de competencia.
«Lo realmente extraordinario es que yo jamás supe de aquel plan, es decir, no sabía que, de manera secreta, me estaba preparando para las dos vueltas a la pista, y mucho menos que pretendía que yo fuera el campeón olímpico en ellas y en los 400. Él era un genio en la preparación, un súper dotado en la planificación del entrenamiento, de eso no hay duda; pero de ahí a pensar que yo podía triunfar en los dos eventos en unos Juegos Olímpicos, sin conocerme, sin que yo fuera alguien que venía evolucionando como corredor, eso es casi de vidente. Yo lo que había hecho hasta dos años antes de que empezara con él, era jugar baloncesto.
«Fíjense sí lo tenía todo concebido, que llegó a decirle al Presidente de la Federación Internacional de Atletismo, en aquel entonces, Adriaan Paulen: “Ese muchacho cubano va a ganar los 400 y 800 metros en los Juegos Olímpicos de Montreal”. Paulen le respondió que era imposible, le explicó sobre las diferencias de las carreras y de otros excelentes corredores que habían fracasado en el intento.
«Pero mi profesor insistió, y le dijo: “Si él gana, tú lo premias”. Y así fue, me puso la medalla de oro de los 800 metros. No sé si se quedó convencido después de mi primer triunfo, pero aun quedándome pendiente los 400, presidió esa ceremonia. Así era el polaco, de una seguridad tan grande en sus cálculos, que lograba transmitirla, porque cuando él le habló a Paulen de lo que yo haría, todavía faltaba un año para la reunión olímpica en la ciudad canadiense».
Juantorena nos dijo que un entrenador es, por excelencia, un educador. «Ellos, muchas veces, pasan más tiempo con nosotros que nuestros padres, y lo hacen cuidándonos, a fin de que logremos triunfos insospechados. Si no se es un buen pedagogo, jamás su pupilo triunfará. Para mí él fue mis dos piernas, el oxígeno en cada metro de carrera y el aliento necesario para llegar primero. Mi papá llegó a decirle que el día que lo creyera necesario me diera un buen jalón de orejas, porque él también confiaba mucho en mi preparador».
Detrás de cada presea dorada, de una hazaña o de un esfuerzo, se llegue o no primero, está el alma materna o paterna de un profesor o profesora. Todavía recuerdo –aquel 2004, cuando Mijaín López se estrenó sin lauros en los Olímpicos de Atenas–, a Pedro Val decirnos: «van a tener que hacer crónicas y fotos de muchísimas medallas de oro». El ahora Héroe de la República hizo realidad aquella frase.
Ronaldo Veitía, el orfebre del altar del judo cubano, al tomar las riendas del equipo nacional femenino, en 1987, hizo campeona mundial, ese mismo año, a Estela Rodríguez, y expresó: «solo hemos subido el primer peldaño de una escalera que tocará el cielo». También cumplió, con decenas de medallas olímpicas y del orbe.
No hay una voleibolista que no hable de Eugenio George, no como su entrenador, sino como su padre; no hay púgil que haya pasado por las manos del profesor Alcides Sagarra que no haya escrito un aval áureo en el ring, y que no sea un hombre de bien.
Omara Durand es débil visual, pero se iluminan sus ojos, tanto como sus 11 títulos paralímpicos, cuando en su boca pronuncia el nombre de Miriam Ferrer, su entrenadora.
Hay otros, tal vez sin estudios académicos, pero con el corazón noble del que enseña, que descubrieron, como Pedro Natilla Jiménez, a un tesoro para nuestro beisbol, como Antonio Muñoz, quien nos estremeció con sus jonrones y por el excepcional ser humano que es.
Esos son los más mediáticos, pero otros como Cándida Jiménez, quien, desde su patria chica, Camagüey, nos regaló a Mireya Luis y a Yumilka Ruiz, salidas de su clase de voleibol en la base, también son héroes y heroínas.
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Frank dijo:
1
23 de diciembre de 2024
09:14:25
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