ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
En los momentos cumbres, Varona sabe transformar su pasado en sombra. Foto: Calixto N. Llanes

El Congreso de la Asociación Cubana de Limitados Físico-Motores (Aclifim) me brindó la oportunidad de conversar con varios miembros de la familia paralímpica, pero el océano del azar me envolvió con una de sus olas en una aventura fuera de los planes.

Aquella noche sufrí la imposibilidad de habitar dos espacios a la vez cuando, a raíz de un fallo técnico, mis entrevistados terminaron en dos hoteles diferentes y, obligado a escoger un camino, pospuse el diálogo con el jabalinista dorado Guillermo Varona.

Nos hallamos la tarde siguiente en el borde de una escalera del Palacio de Convenciones, en la clausura del Congreso, gracias a su bondad de salir a ofrecer sus palabras, aunque dejara de escuchar su nombre entre los reconocimientos por inspirarnos a todos.

Encendió la primera llama de ese fuego a los 16 años, cuando incursionó en los 200 y los 100 metros, y en el salto largo, con lauros de plata nacionales en las dos últimas pruebas. En 2015, debutó con un subtítulo en la jabalina, y al próximo año conquistó su primer oro.

«Me especialicé en ese implemento, aunque impulsaba la bala; incluso fui quinto en Lima-2019. En mi evento principal marchaba segundo de América, detrás del mexicano Eliezer Gabriel, separado por siete metros, pero me crecí hasta 59,95. Esperábamos una medalla, pero estábamos mentalizados en pelear por lo más alto».

En los momentos cumbres, Varona sabe transformar su pasado en sombra, con lanzamientos más allá de sus límites: «Uno quiere competir bien siempre, pero en una cita multideportiva olímpica, regional o en un Campeonato Mundial existe un compromiso con el pueblo, y ahí logro mis mejores registros.

«Sin embargo, pocos meses antes de Santiago-2023 cambiamos de entrenador, y no me adapté a tiempo, aunque gané con récord para la competencia, de 60,23 metros. Rumbo a 2024 me aclimaté y lo coroné con cetros mundiales y paralímpicos, y marcas de más de 65.

«En París pude concluir mejor aún, pero había transitado por problemas de salud y le debía a la preparación. Antes de la base de entrenamiento en España, estuve ocho días en cama, por dengue».

La semana anterior a nuestra charla fui abatido por esa enfermedad, y le expresé mi comprensión, aunque su relato superaría las reminiscencias de mi padecer:

«Me reincorporé poco a poco, para evitar secuelas; en Pamplona estaba estresado, sin entrenar como quería. Debuté con presión alta, sufrí mareos, decaimiento y un tobillo me molestaba, pero el fisioterapeuta y el médico hicieron una gran labor. Aterricé en los Juegos en excelente forma, y el brazo como nunca, para récord paralímpico.

«En el segundo intento de la final detuve la carrera por un tropiezo, miré el reloj y quedaban menos de 40 segundos; entonces me dije: “me da tiempo”. Regresé trotando, me concentré de nuevo y, cuando el árbitro levantó bandera amarilla, pues faltaban 15 segundos, estaba seguro de llevarme el título y la marca para el área, 66,14 metros.

«Dos lanzamientos después me sentía tan bien que me desesperé, llegué muy abierto a la parte final y, cuando fui a rotar, me lastimé el aductor. Temía que me rebasaran en esas condiciones, pero nunca perdí mi fe y estaba dispuesto a responder como fuera.

«Cuando el subcampeón indio, Ajeet Yadav, subió a 65,62 metros en el quinto disparo, a primera vista me creí desplazado y corrí a contestarle. A esas alturas, su compañero Sundar Gurjar, bronceado ahora, me bajó del podio en Tokio-2020. Pude quitarme esa espinita.

«Detrás de estas alegrías están mi madre, mi esposa Lilisbet Rodríguez –atleta de parataekwondo– y mi hijo Guillermo Isaías, tres motores que me impulsan a seguir.

«Conocí a Lilisbet en la preparación para Lima, y nos apoyamos en situaciones duras. Cuando perdió su primer combate en París, quería abandonar el deporte, me convertí en su sicólogo. Mi oro subió su autoestima, porque siempre le he dicho: “mis logros son tuyos”.

«Mis dedicatorias siempre van a Dios, pero la de París también la dirigí a mi abuelo, quien falleció días antes de la competencia, y su memoria me brindó más fuerzas. Mi segunda familia está en mi equipo de trabajo, mis compañeros de cuarto, mi entrenador Ramón González. Él trabaja conmigo y con Ulicer Aguilera, bajo la máxima de que los tres debemos unirnos como uno».

Guillermo Varona me confesó que se siente enfermo si falta a un entre­namiento, y desconoce qué sería de todos sin la Revolución. Le sobra la fe desde el cielo hasta la tierra, y recorre esa distancia con su jabalina, con la ilusión de llegar siempre al centro de la vida. 

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