Conversar con Eugenio George Laffita era desatar un torrente de conocimientos sobre el deporte y disímiles temas. Entre ellos no faltaban la Ciudad Primada, su natal Baracoa; la familia, y la formación de sus atletas.
Inmerso en su mundo del voleibol, daba la impresión de ser un hombre difícil para llegarle. Algunos comentaban, al verlo tan serio en los partidos, que «la procesión va por dentro». Un día le comenté sobre eso, y me respondió que no solo va por dentro, por fuera también».
Comenzó sus viajes a Japón a principios de la década de los 70 del siglo pasado. Fue autodidacta, y aprendió perdiendo partidos ante las niponas, llamadas entonces Niñas Magas del Oriente. Aquella experiencia dio a luz un método de entrenamiento centrado en la repetición de los ejercicios hasta dominarlos –como hacían las japonesas–, combinados con el excelente físico y la fuerza de las voleibolistas bajo su guía.
Tras años de intensa labor, junto a Antonio Ñico Perdomo, su hermano Eider, Luis Felipe Calderón y otros entrenadores, llevó a Cuba a la cima. En 1978 ganó la medalla de oro en el Campeonato Mundial, en Leningrado (hoy San Petersburgo), en la antigua Unión Soviética, al vencer en la final, el 6 de septiembre (instituido después como el Día del Voleibol en Cuba) a Japón, por 3-0. Esa semilla se sembró en el torneo de la Norceca, en 1975, en Estados Unidos, que inició el camino dorado del sistema cubano de voleibol.
Empezabas hablándole de voleibol y terminabas debatiendo de pelota, que, según decía, era su deporte preferido. Conversaba sobre literatura, política o sicología, y disfrutaba de la compañía para comentar diversos temas. Pero en los entrenamientos, o en la competencia, no desviaba la atención de la cancha.
Se le acercaban técnicos foráneos pidiéndole que les confiara su planificación de los entrenamientos. «Yo me abro a todos, eso no me preocupa, no es el método lo importante, sino la calidad del deportista, la exigencia y la disciplina que mantengas en el terreno», aseguró.
Vi a Eugenio, junto a su esposa Graciela «Chela» González, jefa de la comisión técnica nacional, hacerse cargo –en su propia casa– de algunas de las atletas que enfermaban o requerían de cualquier ayuda o cuidado especial. Se ocupaban de su salud, de su educación para la vida; les enseñaban valores patrios y, desde cómo tomar los cubiertos hasta la manera sencilla de hablar y manejar la fama.
No le quedó lauro por alcanzar. De regreso de los Panamericanos de 1987, en Indianápolis, recibió, de manos del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, la medalla de Entrenador Destacado. Fue Héroe Nacional del Trabajo, seleccionado el mejor entrenador femenino del Siglo xx, y merecedor del Collar Dorado de la fivb. En 2005 fue exaltado al Salón de la Fama, en Massachusetts, Estados Unidos.
Coronó al voleibol con tres títulos olímpicos: Barcelona-1992, Atlanta-1996, y Sidney-2000, y un bronce en Atenas-2004; ganó los mundiales de 1994 y 1998; cuatro preseas doradas en copas del mundo, en 1989, 1991, 1995 y 1999; dos cetros y cuatro de plata, en Grand Prix; éxitos en Juegos Panamericanos, Centrocaribes, Norceca, además de dirigir las selecciones para las galas mundiales de 1985, 1989 y 1991.
Fue un padre y un gran pedagogo. En las honras fúnebres, sus muchachas, de varias generaciones, le cantaron a coro, y su capitana, Mireya Luis, lo despidió, en nombre de sus compañeras, que entraron como alumnas y se quedaron, para siempre, como hijas.
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Jose dijo:
1
31 de mayo de 2024
06:01:19
Osmay Samiñon Reyes dijo:
2
31 de mayo de 2024
17:22:37
Bárbara Martinez Molina dijo:
3
31 de mayo de 2024
17:50:48
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