ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Mijaín López y Pedro Val. Foto: Ricardo López Hevia

He visto llorar por la emoción de una victoria, o sentir un revés de manera inconsolable. Hay quienes devoran todas sus uñas, incluso algunos acuden a las más disímiles expresiones de superstición para que sea él o ella el premiado con el triunfo. Así es el deporte de movilizador de estados de ánimo.

Pero así de grande, entonces, es la responsabilidad de guiar por la senda del triunfo, aun cuando no se llegue al podio. Conducir a un atleta hasta lo más encumbrado del escenario deportivo mundial, u orientar a un alumno en la clase de Educación Física es, por excelencia, un ejercicio pedagógico.

No existe un solo instante en que el entrenador o el maestro en el patio de la escuela deje de educar. Si pasa un segundo sin hacerlo, de seguro perderían el juego, aunque hayan bateado tres jonrones.

Es tanto el tiempo que pasan juntos, y tanta la incidencia del preparador sobre su pupilo, que muchas veces su palabra pesa más para el niño o joven que la de sus padres. Cuando Juantorena comenzó a entrenar con el polaco Zigmunt Zabierzowski, su padre, Efráin, le dijo al técnico, «si tiene que darle dos nalgadas se las da, así con todo lo grande que está». El Elegante de las Pistas jamás las recibió, y terminó siendo un hijo para su profesor, quien fue el que tejió, en silencio, la obra única –hasta hoy– de ganar, en unos mismos Juegos Olímpicos, las carreras de 400 y 800 metros, a pesar de que el corredor se negó, por más de un mes, a lidiar en las dos vueltas al óvalo.

«No te preocupes, tú decides», le dijo el educador. No se impuso. Él, Lázaro Betancourt y Enrique Figuerola, otros dos colosos «obreros» del magisterio, lo llevaron a comprender la potencialidad que tenía, y no se equivocaron.

Alcides Sagarra, con sus boxeadores, y su preocupación por que, desde la rudeza del pugilismo, fueran hombres de bien, lo llevaron a levantar la escuela cubana de ese deporte, y a llenar a Cuba de medallas de oro.

Eugenio George hizo lo mismo. Sus Morenas del Caribe fueron tricampeonas olímpicas, pero también resultó el equipo más elegante, premio que no solo tenía que ver con el vestir, sino también con la manera en que ellas se conducían en cualquier ámbito.

Ronaldo Veitía forjó, mediante una exquisita formación en el tatami, la personalidad de cada una de sus judocas. La sonrisa de Idalis Ortiz, con una medalla de plata, una de bronce o la de oro, es la misma, porque él supo, siempre, reconocer el esfuerzo.

Si hoy Mijaín López, en busca de la hazaña del quinto lauro olímpico consecutivo, es un hombre respetuoso y respetado, querido por cualquier público, por los jueces y por los contrarios, dondequiera que se presenta, es porque Pedro Val, su entrenador, puso en él las dotes de una buena persona, antes de hacerlo invencible.

Recuerdo que, en su primera aparición olímpica, en Atenas-2004, se fue sin podio. Entonces Pedro le dijo a la prensa: «Anoten su nombre, porque se van a cansar de ponerlo en los principales titulares». Tampoco se equivocó.

Ellos reconocían lo bueno en sus alumnos, sin dejar de señalarles los errores. Conversaban con ellos sobre sus problemas, y los aconsejaban; los enseñaban a comportarse en una entrevista, o en una mesa; compartían, más allá del escenario competitivo, sus triunfos; nunca se separaron de ellos en momentos de lesiones o de algún resultado adverso, o de una situación familiar compleja. Ellos fueron tan campeones como sus deportistas, porque educaron.

No recriminaron al de pobre resultado, para no transmitir diferencia; no se la pasaban protestándole al árbitro, para no fijar en el atleta el hábito de irrespetar; no les cayeron a gritos a quienes guiaron, a fin de que el miedo no se instalara, y mucho menos el autoritarismo. Si lo hubieran hecho, no serían, ni ellos ni sus dirigidos, campeones. Sencillamente, porque hubieran mal educado.

Hoy, al entrenador, al profe de Educación y de Cultura Física, a los que los forman en la Universidad del Deporte, démosles un abrazo, por esas alegrías, y por ese orgullo patrio en lo más alto del podio.

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