La estancia cubana de la Orquesta del Conservatorio del Colegio Bard, concluida el pasado jueves con un concierto en la sala Covarrubias, dejó una provechosa estela en la vida musical cubana de estos tiempos.
Ante el público, no solo de La Habana sino de Cienfuegos y Santa Clara, se presentó un calificado organismo sinfónico, integrado por graduados y alumnos de uno de los programas más avanzados de formación musical de los Estados Unidos y que asumen una práctica de conjunto que los prepara como cantera de las más exigentes agrupaciones instrumentales de Norteamérica y otras partes del mundo.
Pero la clave del éxito de estos músicos dista de situarse en el terreno del virtuosismo o el destaque de individualidades.
Todos y cada uno ha aprendido el valor de identificarse con los conceptos y las demandas de su director, el maestro León Botstein. A este cabe el mérito de considerar a la orquesta como instrumento único y de trabajar con ella como lo haría el mejor de los solistas, a partir de presupuestos bien definidos: voluntad de estilo, fidelidad interpretativa y belleza del sonido. Botstein sobre el podio nunca aspira al espectáculo, sino a la transmisión de auténticas imágenes sonoras al auditorio.
La primera demostración de esa cualidad llegó, en el programa ejecutado en la Covarrubias, con la obertura Guillermo Tell (1829), del italiano Gioachino Rossini (1792-1868), la cual, como sabemos, forma parte de la memoria musical universal por la prolífica, recurrente y no pocas veces banalizada difusión de su tema final.
Botstein restauró la unidad de la partitura al conseguir que cada uno de sus cuatro episodios fluyera orgánicamente y sin sobresaltos en su progresión descriptiva, desde el preludio expuesto por las cuerdas graves hasta la galopante carga de caballería, con trompetería incluida, que todos conocemos.
En la Sinfonía no. 2 en re mayor (1877), del alemán Johannes Brahms (1833 -1897), el director se reveló como constructor de atmósferas. Aunque la primera obra sinfónica de Brahms, escrita a lo largo de más de dos décadas, sigue siendo una obra referencial por su monumentalidad, esta otra para muchos es la más original, al considerar cómo el compositor al fin se desprendió de la sombra de Beethoven. Botstein trasladó a los ejecutantes y al público los claroscuros de una obra de talante contemplativo, propia del ideal romántico del autor.
Pródigo, el director regaló al final de la jornada tres momentos adicionales impregnados de festiva ligereza, pero hasta en el gesto hubo una marcada intencionalidad: polkas y marchas de los tres Strauss, padre y dos hijos (el viejo Johan y el vástago de igual nombre gozan de mucha mayor fama que Eduard), con la efervescente Marcha Radetzky, acompasada por las palmadas del público, en una despedida que evocó los conciertos de nuevo año en Viena.
En medio de tanta música hubo un paréntesis deslumbrante y aleccionador: la interpretación del Concierto no. 3 para piano y orquesta (1945) del húngaro Bela Bartok (1881–1945), obra cuya definitiva orquestación no pudo concluir. La institución Bard invitó como solista a uno de sus más prominentes profesores, Peter Serkin. Parece asunto de familia entendérselas bien con el innovador compositor: si su padre, el gran Rudolf, fue uno de los mejores intérpretes del primer concierto, como lo atestigua su grabación de 1960 con la Sinfónica de Chicago, Peter Serkin ha hecho del tercer concierto un blasón de su carrera, tanto en presentaciones como en registros.
El concierto es harto difícil pero agradecido. No hace falta comprender técnicamente lo que Bartok llamó cromatismo polimodal para tener la impresión, en el primer movimiento, de un pianismo emotivo pero que se aparta de lugares comunes. Un segundo movimiento evoca la magnitud de los corales de Beethoven que a su vez remiten a la grandeza de Bach y anticipan la estética de la “nueva simplicidad” defendida por nuestro Leo Brouwer. En el tercer movimiento, las huellas de los cantos y danzas populares de Hungría, intrínsecamente encarnados por Bartok.
Serkin posee un toque excepcional. Quiere que Bartok siga siendo un compositor de nuestros días, que la música no sea artificio, sino razón de vida.












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