
La luz se filtraba, tímida, por entre los ventanales, hasta posarse sobre las literas. Increíblemente olía a limpio, y también a comida hecha en casa, y a colonia, y a jabón. Sobre la sábana, blanca, muy estirada, estaba el libro.
Se lo había prestado y ella lo dejó allí por unos segundos. No recuerdo adónde fue mi amiga, ni dónde estaba yo; pero no lo volvimos a ver. Bastaron algunos segundos para que una mano ladrona se lo apropiara, sin intención de devolverlo.
Nos dolió a ambas, a ella por la vergüenza de que se perdiera bajo su custodia, y a mí porque de verdad amaba ese libro.
Unos meses antes, en una de las visitas de las primeras oncenas –dos semanas en la beca sin ir a casa el fin de semana– mi hermana, que adivinaba mi desasosiego allí encerrada, me regaló una selección de Poesía Universal, publicada por la Editorial Pueblo y Educación, en 1990. El texto había pertenecido a mi cuñado, y ellos dos sabían de mi fascinación por un género que en casa, a diferencia de otros, casi no se leía.
Realmente fue una revolución leer esas páginas, allí estaban algunos de los más grandes poetas de los siglos XIX y XX. Descubrí El albatros, de Charles Baudelaire, un poema que me sigue emocionando hasta hoy; y tantísimos otros, porque estaban Goethe, Whitman, Tagore, Machado, Mistral, Vallejo, Neruda, Parra, Cardenal…
Leí y releí. Poesía Universal fue el punto de partida para otras muchas búsquedas y hallazgos. Contagié a mis amigas con ese entusiasmo, y empezamos a compartir el libro, hasta que lo robaron de aquel albergue, donde había alrededor de 45 adolescentes, y donde entraban y salían muchas otras.
Quien lo robó nunca cometió la torpeza de dejarlo a la vista. Para aliviar su tremenda culpa, mi amiga llegó a imprimir algunos de los poemas, y regalármelos.
Más de 15 años después, encontré la misma edición en una librería de uso, y la nostalgia me inundó con ese poder que tiene de hacernos blandos, solubles. Lo compré. Pero pasaron muchos días antes de que me decidiera a abrirlo. Algo me detenía… el miedo.
Miedo de que no fuera tan hermoso como entonces, de que no me despertara la misma emoción. Y estaba en lo cierto. Decidida a no ser tan cobarde, lo leí, y fue la debacle: algunas traducciones me parecieron malas, no estuve de acuerdo con la selección de los poemas más significativos en determinados autores, creí que había muy pocas mujeres, poquísimas; y que faltaban nombres esenciales.
No obstante, pasado el golpe de juzgar mis fascinaciones adolescentes, con esa inmersión al pasado volvieron a mí los rostros de mis amigas en aquel entonces; los olores, sabores y colores de la vocacional Carlos Marx, en 2005; y todo lo que sentía y amaba en aquel tiempo de medias blancas por la rodilla y el maletín con más libros que ropa. Fui, miré, y me gustó el camino hasta hoy.
Ojalá la persona que robó aquel ejemplar de Poesía Universal lo haya leído, ojalá la haya marcado como a mí, y ojalá se lo hayan robado también. Y no por venganza ni karma, si no porque no sabe el favor que me hizo, arrancándomelo.
De no haber sido robado, quizá ese libro hubiera pasado a ser uno más, superado y olvidado, y no ese hito en que su pérdida lo convirtió. Quizá no hubiera comprado tantos otros libros de poesía, buscando recuperar aquellos poemas que me habían puesto en contacto con lo trascendente.
Quizá no estaría ahora en el librero este ejemplar –otro, pero el mismo–, y yo no tendría la seguridad de que basta detenerme, tomarlo, abrirlo, para confirmar que los libros son la más perfecta máquina del tiempo que se pueda imaginar.









COMENTAR
Luis G. García. dijo:
1
25 de octubre de 2023
12:21:40
Martha dijo:
2
28 de octubre de 2023
16:35:31
Responder comentario