
El domingo es mi hijo a las doce del día con pantalón de pijama y zapatos rosados enormes; es no tener ganas de lavar y no lavar, y en cambio leer un libro que se mete en las venas con la eficacia de un suero bien puesto.
El domingo es hacer que no veo la pelea entre mi hija y mi hijo por un carrito de plástico barato, y dejar que resuelvan ellos solos la disputa de turno.
El domingo es terminar ese libro y elegir el siguiente, con la sed que produce la ambición y la cercanía del placer.
El domingo es mirar a un hombre que se cepilla los dientes, inocente de la mirada impúdica y maliciosa que lo registra, lo amasa y lo mastica, y que le dice que lo ama, mucho, aunque no lo diga.
El domingo es la brisa cadenciosa que atraviesa la ventana y hace que el tiempo no exista, que no exista el lunes.
El domingo es la demasiada soledad rota por la rutina de no tener rutina.
El domingo es lo que sucede, calmo, invisible, y que habla de edades remotas, de alucinaciones, de todo lo modesto que hace la felicidad.









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