Posiblemente sea Nido de mantis la película más ambiciosa de Arturo Sotto, no solo por los 40 años que abarcan los conflictos del extenso metraje, sino también por los diferentes giros y tonos que se asumen en un thriller policiaco que pudiera considerarse serio, si no fuera porque la naturaleza creativa del realizador –y no está mal que así sea– le impide asumir tal seriedad en el sentido convencional del término.
De ahí que Sotto no pierda la menor oportunidad para salpicar con las más diversas variantes del humor esta historia (seria) que arranca en los años 50 y tiene su cierre en 1994, coincidiendo con la llamada crisis de los balseros.
Hay una escena, en los comienzos del metraje, en que un personaje, ante una situación absurda que mueve al doble sentido y a la risa, le comenta a otro que lo que está viendo es «lo real maravilloso» que caracteriza no pocas situaciones del país, y es precisamente esa asunción muy particular del concepto carpenteriano la que, en alguna forma, propone el filme para hacer creíble, y sustancialmente emotiva, la historia pasional que se plantea entre una mujer del campo y dos hombres que no creen en razones para apoderarse de ella.
Los cadáveres de los integrantes del triángulo son encontrados en el comienzo del relato y a partir de ahí se dispara la trama policiaca, que apunta como evidente culpable a la hija de la protagonista, una muchacha que se mueve como en las sombras y que vendrá a ser una simbología relacionada con el signo trágico-amoroso que caracteriza a la madre.
Trama policiaca que, asumida en su género cinematográfico, para algunos espectadores puede interesar menos que los cuadros sociales que se reconstruyen, en cuatro décadas, como escenario de un amor aciago en el que el mayor peso dramático lo lleva, y muy satisfactoriamente, la debutante Yara Massiel, capaz de transmitir el aura romántica que pueda justificar el amor loco, y hasta ultrajante, que por ella sienten los dos protagonistas, Armando Miguel Gómez y Caleb Casas, convincentes ambos. El primero, dando vida a un hombre irrefrenable en sus emociones, bebedor y mujeriego, pero con el corazón flechado por la guajirita, y el otro un homenaje evidente –y así lo ha declarado el propio Arturo Sotto– al burgués interpretado por Sergio Corrieri en Memorias del subdesarrollo, de Gutiérrez Alea.
Una película trabajosa y difícil de realizar por cuanto debe sostener los hilos conductores durante no pocos años, y ello implica cuidados extremos en la ambientación, el vestuario y en las composiciones diversas que se asumen en la fotografía (Ernesto Calzado) que, en retrospectiva, recurre al blanco y negro.
Nido de mantis es un filme abierto a tantos objetivos –entre ellos, y de pasada, tomarles el pulso a varias épocas– que exige un rigor discursivo sin tropiezos, en el que las elipsis juegan un papel fundamental. Reto del que, en sentido general, el realizador sale airoso, no obstante cierta reiteración hacia los finales y algún que otro parlamento demasiado «amasado» en lo literario. Un final que en realidad son tres: el policiaco, la coronación emotiva del drama amoroso que nos ha estado sacudiendo, y el cierre definitivo, vinculado a la naturaleza devoradora de la hija de la protagonista, interesante como proposición irónica, pero quizá sin la contundencia esperada.
El nombre de Carlos Sorín remite necesariamente a aquella cinta irrepetible que sigue siendo La película del rey. Fiel a su ideario estético, el argentino regresa a los fríos paisajes del sur argentino para filmar una historia que, en un simple resumen argumental, pudiera parecer una de esas películas «de escuelas» realizadas por el cine norteamericano para exponer el conflicto de un alumno discriminado en las aulas y el papel que, al respecto, corresponde jugar a los padres.
Pero Sorín es mucho Sorín y, además de encontrarse en la calle a Joel, el niño que le pondrá título a su filme, le impregna a la historia una nobleza en la que sentimientos y geografía se aúnan para entonar un alegato contra los prejuicios existentes en cualquier lugar del mundo.
Todo parte de una adopción. Esperaba la pareja a un ser de tres o cuatro años y se aparece un niño de ocho proveniente «de la calle», tierno y callado, pero con un pasado oscuro del que, ingenuamente y sobredimensionando, comenta a sus amiguitos, que, a su vez, se van con la «noticia» a casa.Pocos actores profesionales y la incorporación, como siempre, de gente de pueblo que lo hace muy bien, configuran el tono naturalista de esta historia en la que la actriz Victoria Almeida, como la madre, cala los sentimientos del personaje con una profundidad y verismo como para no perdérsela.
Belmonte, del ya probado director uruguayo Federico Veiroc, es un drama intimista relacionado con un pintor cuarentón y talentoso, a quien la vida parece habérsele cerrado tras un divorcio y con su exmujer esperando un hijo del nuevo matrimonio. Su hija, de unos diez años, parece ser el único sostén que lo inspira, no obstante, una gran exposición de sus cuadros que lo espera. Bella película interesada en explorar los procesos mentales de un hombre atrapado entre las motivaciones de su obra y una existencia que lo enreda. Reto artístico en plasmar no lo de afuera, sino lo de adentro, ese «yo» inconmensurable, siempre con terrenos por descubrir para satisfacción de espectadores prestos a comprender el sentido de películas como estas.
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