ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Portada del libro

«La muerte es siempre la misma, pero cada hombre muere a su manera». Así de rotunda, merecedora de inscribirse en los anales de los buenos inicios literarios, comienza Reloj sin manecillas, la última novela escrita por la estadounidense Carson McCullers (Georgia, 1917-Nueva York, 1967).

El libro llevaba tiempo en el librero, mientras aparecía la oportunidad de «saborearlo». La dedicatoria de la amiga –que había comprado la vistosa edición bajo el sello Seix Barral, Editorial Planeta Mexicana, 2017, en la librería habanera Tuxpan, del Fondo de Cultura Económica– anticipaba el placer de ese encuentro: «...es de esas páginas a las que regresas para tratar de entender cómo es que se puede escribir así. Y no quiero que te lo pierdas».

El momento llegó durante un fin de semana de enfermedad, en el cual la fiebre que produce una lectura adictiva y conmovedora sustituyó con creces la física. No en balde a McCullers, que escribió un clásico como El corazón es un cazador solitario, cuando apenas rebasaba los 20 años, se le considera, junto con William Faulkner, como una de las mejores representantes de la narrativa del sur de Estados Unidos.

Su prosa, despojada de ropajes, elegante, y en la que la narración fluye sin tropiezos, a momentos se nos hace dolorosa, por la crudeza; pero a la vez se nos instala en el territorio de lo inolvidable.

La visión del mundo de Carson, expresada más en los diálogos y las acciones de sus personajes, y apenas matizada por pequeñas pinceladas de sabiduría regaladas por la voz de la narradora, desnuda aquí lo atroz de la mediocridad, la egolatría y el racismo.

Como mismo ella reconociera, muchos de sus contemporáneos la tacharon de desviada o relegada, debido a sus sentimientos hacia los negros; no obstante, el interés principal de Reloj... no era «hablar de los prejuicios o la injusticia en el Sur. Simplemente trata sobre personas que luchan, se rebelan y aman en sus diferentes formas en busca de sí mismos».

No totalmente comprendida por la crítica al momento de su publicación (1961), el paso de los años ha dimensionado la maestría con que se hilvanan en la novela la vida de cuatro hombres en un pueblito sureño: el juez Fox Clane, adorador del pasado;  su nieto Jester, quien comienza a percibir las limitaciones absurdas del entorno; Sherman Pew, un mestizo a quien la iniquidad le ha despertado la rabia; y J. T. Malone, el más anodino de los farmacéuticos, en fase terminal y atormentado por toda la vida no vivida.

Como se apunta en el prólogo de esta edición, y como reconoció también su autora, esta historia en la que los viejos y nuevos tiempos luchan, no sin víctimas fatales, trata realmente sobre «la responsabilidad ineludible que deriva del hecho de ser humanos y de estar vivos (...) para afrontar la soledad, para tomar decisiones morales y para, finalmente, modelar una identidad verdaderamente propia  (...) Todos ellos solos e impelidos a tomar el timón de sus existencias».

Mientras cada personaje busca con afán quien lo ame, porque «la ruptura de la comprensión, de la simpatía, es ciertamente una forma de la muerte», los lectores nos vemos, asimismo, conminados a responder las preguntas vitales de hacia dónde vamos, con quién y para qué.

Mientras queda la relectura para intentar entender cómo puede McCullers escribir y sobrecogernos así: «En una oficina contigua se oyó llorar a un niño, y la voz medio ahogada de terror y protesta no parecía venir desde una cierta distancia sino formar parte de su propia agonía cuando preguntó: –¿Moriré de esta leucemia?».

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