
Una saeta contra la indiferencia, un asalto de la belleza amarga, un despertar… no menos que eso podía sentirse al descubrir, entre las páginas del libro de texto, un poema como Canción del sainete póstumo.
Y ya en la madrugada, sobre la concurrencia / gravitará el concepto solemne del «jamás», / vendrá luego el consuelo de seguir la existencia… / Y vendrá la mañana… pero tú, ¡no vendrás! No bastaba con aprenderse de memoria tales versos de Rubén Martínez Villena (Alquízar, 1899-La Habana, 1934), había que sumergirse en ellos como en una exploración de sentidos, y buscar más de ese estremecimiento.
Por eso El párpado abierto (Editorial Letras Cubanas, 2004), antología poética de Villena, es una fiesta de sensibilidad: pueden encontrarse muchos textos construidos desde la sencillez y la limpieza, y tremendamente profundos en su visión poética; textos de cuya lectura se sale diferente, en sintonía con la luz que es «música en la garganta de la alondra»
Rubén hizo poesía con sus palabras y con su vida, aun cuando «renegase» de esa vocación literaria, siguió asumiendo la causa revolucionaria como solo puede hacerlo un poeta: con la fiebre de la entrega total.
De él escribió Raúl Roa: «Encarnó el prototipo del intelectual revolucionario de su época, como José Martí lo fue de la suya». No es grandilocuente el elogio para aquel ser que desde el verde transparente de sus ojos, la agudeza de sus ideas, y el sacrificio de su hacer, magnetizaba.
«Polemista terrible: rendía o machacaba. Su poder de persuasión solía ser irresistible. Y, como naciéndole de oculta veta, siempre más preocupado por el prójimo que de sí mismo. En su espíritu múltiple entrechocaban acordes y contrapuntos sin deshilachar la armónica urdimbre de la sinfonía», aseguró Roa.
Dijo, además, que para Villena «el descubrimiento de José Martí –letra encarnada en acción– fue como si el sol se le volcase repentinamente en el pecho y le destellara en la sangre». Y justo eso se siente al leer versos como ¡y aún guarda en el cerebro –loco de atardeceres–, / el sueño de la última llama de los crepúsculos! (El Faro).
Rubén, con el impulso torvo y el anhelo sagrado de atisbar en la vida sus ensueños de muerto, arrastró siempre en la poesía, como en la existencia, la necesidad de lo grande: ¡Estas alas tan cortas y esas nubes tan altas…! / ¡Y estas alas queriendo conquistar esas nubes! (El anhelo inútil).
El párpado abierto habla de la fascinación del poeta por la historia independentista, y de sus obsesiones: la muerte, la belleza, el amor; teje piezas exquisitas, desde la ironía o el ingenio, como Defensa del miocardio inocente y Homenaje al monosílabo ilustre.
En la valoración que introduce el libro, Juan Nicolás Padrón Barquín afirma de Villena que fue y es «lírico e insinuante a la vez, tierno y maduro, dócil para el amor y rebelde para las injusticias, poeta del sentimiento y la razón, universal y cubano como si fuera lo mismo… Su primer desvelo fue la poesía y murió sin completar el último: la Revolución».
Sobrarían los datos biográficos para entender quién fue, la grandeza, pero basta leer un fragmento como este de Hexaedro rosa, para saber que la conmoción lo habitaba, y que es imprescindible ir en búsqueda de ese rayo:
¡Te amo…! / A tu lado, o en tu ausencia; en la realidad o en el sueño; en la intimidad del rincón amable o ante el formidable arrullo del mar; en la noche lunada o negra y punteada de estrellas interrogadoras; en el momento maravilloso y tierno del amanecer; en el estupor meridiano del día o en el pensativo crepúsculo de oro… / En todos los sitios y a todas las horas te he dicho ya las palabras que creí no iba a pronunciar jamás.









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