Fue por la novela Abel Sánchez, donde el autor procuró «escarbar en ciertas catacumbas del alma», y no por La tía Tula, que llegué a la obra ineludible de uno de los nombres más elevados del catálogo literario universal: el escritor y filósofo español Miguel de Unamuno –nacido hace 155 años y fallecido el 31 de diciembre de 1936–, integrante de la llamada Generación del 98, rector en tres ocasiones de la Universidad de Salamanca y destituido del cargo en el último de sus octubres por orden de Franco, lo que, incluso para quien desconozca las razones, permitirá descifrar la talla de su estatura.
Un libro perteneciente a la colección Huracán, de Arte y Literatura, publicado hace más de 30 años me permitió beberme de un sorbo ambos relatos. Abel…, el primero de los dos, impactó con tal fuerza el candor adolescente, que seguí, al terminarlo, con La tía… un tanto para paliar el vacío que dejaba la lectura final de aquel argumento donde se reinterpretaba la historia bíblica de Caín y Abel, desde los personajes Joaquín, el eterno despreciado, y Abel, el que siempre fuera aplaudido.
Nada que ver con la primera historia, como no fuera la fuerza de una prosa perfecta, que nos sienta en el escenario de los hechos, resultó ser La tía Tula –que ahora regresa a los lectores gracias al encomiable esfuerzo, constatado en la ola de recientes publicaciones, de Arte y Literatura, el Instituto Cubano del Libro y la política cultural del país–, una obra escrita en 1907, incluida en una lista que hiciera la publicación española El Mundo, con las cien mejores novelas en español del siglo xx y una de las favoritas del propio autor.
La trama, narrada con el natural trasfondo filosófico de quien taladra épocas, imaginarios y angustias existenciales, coloca en su centro a Gertrudis, devenida la tía Tula, cuya hermana (Rosa), a quien ha inducido a casarse con Ramiro, morirá y, al hacerlo, le dejará tres hijos que ella criará con devoción maternal. Con miradas dirigidas a la práctica del sororato –matrimonio de un viudo con la hermana de la esposa difunta–, pero disueltas en la negativa martirizada de su protagonista, la novela desandará el entorno doméstico y religioso de una mujer, aterrada primero ante la figura masculina y, después, cuando ya no hay forma de enmendarlas, ante sus propias fobias.
Un yo cuestionador e inclemente acosará sin descanso a Tula, –símbolo de la maternidad espiritual, quijotesca y «santateresiana»– a juzgar por las verdades-escondrijos que serpentean su intransigencia moral y que no se atreven a revelarse sino hasta sus últimas horas.
Una prosa exquisita que sabe cabalmente conducir al lector hacia el enganche desde las primeras líneas, con pasmosa sencillez y maña de sabios acredita el relato: «Era a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con ella, a quien ceñían aquellas ansiosas miradas que les enderezaba Ramiro. O, por lo menos, así lo creían ambos».
Tula no solo criará a sus sobrinos, sino a los hijos del hombre al que domina a su antojo y ha obligado otra vez a segundas nupcias. La sostenida aventura que ha elegido para sí le deparará permanentes encuentros consigo misma, a pesar de la tanta compañía: «Se acostaba con la niña, a la que daba calor con su cuerpo, y contra este guardaba el frasco de leche por si de noche se despertaba aquella pidiendo alimento. Y se le antojaba que el calor de su carne, enfebrecida a ratos por la fiebre de la maternidad virginal, de la virginidad maternal, daba a aquella leche industrial una virtud de vida materna».
De clásica textura y sorprendentes alcances lingüísticos, Unamuno, también ensayista, dramaturgo y poeta, espera desde las librerías para presentarles a esta dama universal cuya cabeza riñó con su corazón y ambos con «el tuétano de los huesos de su espíritu».
COMENTAR
Responder comentario